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Traducción al español del original en inglés en la página i-Friedegg.com.
Editor: PEPE FORTE
Posted on Aug.12/2010

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La afinidad de la piedad con el amor se manifiesta, entre otras cosas, en que idealiza su objeto. La simpatía hacia el hombre que sufre impide que, por el momento, se recuerden sus faltas. El sentimiento que se expresa en la frase: ¡pobre hombre!, al ver a un hombre en desgracia, excluye el pensamiento de mal hombre que en otro momento se nos podría ocurrir. Entonces, como es natural, si los desgraciados son desconocidos, o conocidos muy vagamente, se pasan por alto todos sus deméritos; así ocurre que cuando, como hoy, se pintan las miserias del pobre, se piensan como las que corresponden a un pobre virtuoso en lugar de pensarse, como en gran medida debía ser, como pertenecientes a un pobre culpable. Aquellas personas cuyas penalidades se exponen en folletos y se proclaman en sermones y discursos que resuenan en toda la sociedad, son consideradas como muy valiosas, gravemente perjudicadas; no se piensa que experimenten las consecuencias de sus propias culpas.

Cuando se toma un coche en una calle de Londres, es sorprendente observar con cuánta frecuencia es abierta la puerta por un hombre que espera ganar algo por su molestia. La sorpresa disminuye, si vemos el gran número de desocupados alrededor de las tabernas y la multitud de vagos que atrae cualquier procesión, o representación callejera. Considerando lo numerosos que son en tan poco espacio de terreno, se comprende que decenas de millares deben pulular a través de todo Londres. No tienen trabajo, me dirán. Dígase más bien que no quieren trabajar o que lo abandonan tan pronto como lo empiezan. Son sencillamente parásitos que, de un modo u otro, viven a expensas de la sociedad, vagos y borrachos, criminales y aprendices de criminales, jóvenes que constituyen una carga para sus padres, hombres que se apropian el dinero ganado por sus esposas, individuos que participan de las ganancias de las prostitutas; y, menos visible y numerosa, existe una clase correspondiente de mujeres.

¿Es natural que la felicidad sea el premio de tales gentes, o es natural que atraigan la desgracia sobre sí mismos y cuantos los rodean? ¿No es evidente que debe haber entre nosotros una gran cantidad de miseria que es el resultado normal de la mala conducta y de la que nunca debía separarse? Existe el concepto, que siempre prevalece más o menos y que hoy se vocifera, de que todo sufrimiento social puede remediarse y que el deber de todos es remediarlo. Ambas creencias son falsas. Separar la calamidad de la mala conducta es luchar contra la constitución de las cosas, e intentarlo es agravarlo. Para ahorrar a los hombres el castigo natural de una vida disoluta es necesario muchas veces aplicarles castigos artificiales, como encerrarlos en celdas solitarias, azotarlos o someterlos al tormento de la rueda. Existe una máxima acerca de la que están acordes el saber popular y el científico, y que puede considerarse como la autoridad más elevada. El mandamiento: comerás el pan con el sudor de tu frente es sencillamente una enunciación cristiana de una ley universal de la Naturaleza, y a la que debe la vida su progreso. Por esta ley, una criatura incapaz de bastarse a sí misma debe perecer: la única diferencia es que la ley que en un caso se impone artificialmente, en el otro caso es una necesidad natural. Y sin embargo, este principio de la relígión que la ciencia tan claramente justifica, es el que los cristianos parecen menos dispuestos a aceptar. El sentir general es que el sufrimiento no debía existir y que la sociedad es culpable de que exista.

Pero, ¿seremos nosotros responsables cuando el sufrimiento recae sobre los más indignos?

Si el significado de la palabra nosotros se extiende hasta nuestros antecesores y en especial a nuestros antecesores que han legislado, estoy de acuerdo. Admito que los autores de la promulgación y administración de la antigua Ley de pobres fueron responsables de la gran desmoralización ocurrida y que necesitará más de una generación para que desaparezca. Admito, también, la responsabilidad parcial de los legisladores de nuestro tiempo por haber hecho posible con sus medidas la existencia de una legión de vagabundos que van de una asociación a otra; e igualmente su responsabilidad por una continua afluencia de criminales que regresan a la sociedad desde la prisión en tales condiciones que casi se ven obligados a cometer nuevos crímenes. No obstante, admito que los filántropos no son menos partícipes de responsabilidad, puesto que, por favorecer a los hijos de personas indignas, perjudican a los hijos de personas virtuosas, imponiendo a éstos contribuciones cada día más elevadas. Incluso admito que ese enjambre de vagos, alimentados y multiplicados por instituciones públicas y privadas, sufren así más que sufrirían de otro modo, debido a los erróneos medios con que se ha querido mejorar su situación.

¿Son éstas las responsabilidades a que se alude? Sospecho que no.

Pero ahora, abandonando la cuestión de las responsabilidades, de uno u otro modo concebidas, y considerando sólo el mal en sí mismo, ¿qué diremos de su tratamiento? Empezaré con un hecho.

Uno de mis, tíos, el reverendo Thomas Spencer, titular durante veinte años de la vicaria de Hinton, cerca de Bath, tan pronto como se hizo cargo de sus funciones parroquiales se mostró ansioso del bienestar de los pobres, y fundó una escuela, una biblioteca, una sociedad para proporcionarles vestidos y terrenos, además de edificar algunas casas de campo modelo. Hasta 1833 fue amigo de los pobres, defendiéndolos siempre contra los administradores. Sobrevinieron, sin embargo, los debates sobre la Ley de pobres y comprendió los males del sistema en vigor. Aunque ardiente filántropo, no era un tímido sentimental. El resultado fue que tan pronto como se promulgó la nueva Ley de pobres procedió a aplicar sus disposiciones en su parroquia. Se alzó contra él una oposición casi universal: no sólo fueron sus enemigos los pobres, sino incluso los granjeros sobre quienes recaía el peso de las nuevas contribuciones. Pues, aunque parezca extraño, el interés de éstos se había identificado aparentemente con el mantenimiento del sistema que los gravaba tan fuertemente.

La explicación es que existía la costumbre de extraer de las contribuciones una parte de los sueldos de los jornaleros y aunque los granjeros hubieran contribuido con la mayor parte de los fondos, sin embargo, como también pagaban los restantes contribuyentes, aquéllos parecían ganar con el sistema. Mi tío, que no se amedrentaba fácilmente, se enfrentó con sus oponentes e hizo cumplir la ley. El resultado fue que en dos años las contribuciones redujeron: de 700 libras anuales a 200, en tanto que la situación de la parroquia mejoró mucho. Los que hasta entonces holgazaneaban en las esquinas de las calles o en las puertas de las cervecerías tuvieron algo que hacer, y uno después de otro obtuvieron empleo. De forma que de una población de 800 habitantes únicamente 15 tuvieron que ser enviados a la Asociación de Bath (cuando ésta se formó) en lugar de los 100 que recibían socorro poco tiempo antes. Si se me dice que el telescopio de 20 libras que pocos años más tarde sus feligreses regalaron a mi tío significaba tan sólo la gratitud de los contribuyentes, responderé que es un hecho que cuando años después murió, víctima de un exceso de trabajo por el bienestar público, y fue llevado a enterrar a Hinton, el cortejo que lo acompañó incluía no sólo a los acomodados sino también a los pobres.

Varias razones me han inducido a referirles este breve relato. Una, ha sido el deseo de probar que la simpatía hacia el pueblo y los desinteresados esfuerzos por su bienestar no implican necesariamente la aprobación de socorros gratuitos. Otra, el deseo de probar que el bien puede provenir no de la multiplicación de remedios artificiales para mitigar dolores, sino, contrariamente, de la disminución de ellos. Y he tenido en perspectiva un propósito más: preparar el camino para una analogía.

Desde otro punto de vista y en una esfera diferente, estamos cada año extendiendo un sistema que es idéntico en naturaleza al antiguo mencionado de complemento de salarios bajo la antigua Ley de pobres. Aunque los políticos no reconozcan el hecho es, sin embargo, demostrable que las medidas públicas dictadas para el bienestar de la clase trabajadora, y que proporcionan a expensas de los contribuyentes, son íntrínsecamente de la misma naturaleza que aquellas que, en tiempos pasados, consideraban al campesino medio campesino. medio pordiosero. En ambos casos el trabajador recibe a cambio de su labor una cantidad para adquirir las cosas que necesita, y para darle el resto se le facilita el dinero de un fondo común nacido de las contribuciones. ¿Qué importa si las cosas que gratuitamente les suministran los contribuyentes, en vez de retribuirlos por su trabajo un patrono, son de una clase u otra? El principio es el mismo. Sustituyamos por las sumas recibidas los géneros y beneficios conseguidos, y examinemos entonces la cuestión. En tiempos de la antigua Ley de pobres, el granjero retribuía el trabajo por lo equivalente, es decir, alquiler, pan, ropas y fuego, en tanto que los contribuyentes facilitaban al individuo y a su familia calzado, té, azúcar, alumbrado, un poco de tocino, etcétera. La división es, por supuesto, arbitraria, pero no hay duda de que el granjero y los contribuyentes proporcionaban en común estas cosas. Actualmente, el artesano recibe de su patrono en forma de jornales el equivalente de los objetos de consumo que necesita, en tanto que debe a la sociedad la satisfacción de otras necesidades y deseos. A expensas de los contribuyentes tiene, en algunos casos, y las tendrá cada día más, una casa a menos de su valor comercial. Porque, por supuesto, cuando un ayuntamiento como el de Liverpool gasta cerca de doscientas mil libras, y está a punto de gastarse otras tantas, para demoler y reedificar viviendas para clases humildes, se deduce que los contribuyentes facilitan al pobre un alojamiento más cómodo que el que tendrían con la renta que pagan. Los artesanos reciben también para los gastos de educación de sus hijos más de lo que pagan, y existe la posibilidad de que pronto la recibirán gratuitamente. Les proporcionan libros y periódicos y lugares confortables para leerlos. En algunos casos, como en Manchester, también gimnasios para niños de ambos sexos y parques de recreo. Es decir, obtienen de un fondo creado con tasas locales, determinados beneficios que con su salario no podrían procurarse. La única diferencia, pues, entre este sistema y el antiguo de complemento de salarios reside en las clases de satisfacciones recibidas; y esta diferencia no afecta la naturaleza de la cuestión.

Además, los dos sistemas se hallan saturados de la misma ilusión. Tanto en un caso como en otro, lo que parece un beneficio gratuito no es tal realmente. La suma que, bajo la antigua Ley de pobres, recibía de la parroquia el trabajador medio pordiosero para completar su salario semanal, no constituía en rigor una gratificación, porque iba acompañada de una rebaja equivalente de su jornal, como se comprobó bien pronto cuando se abolió el sistema y los jornales se elevaron. Lo mismo ocurre con las primas recibidas por los obreros en las ciudades. No me refiero sólo al hecho de que ellos pagan sin darse cuenta esos beneficios, en parte abonando un alquiler de casa más elevado (cuando no son verdaderos contribuyentes), sino que me refiero al hecho de que los jornales que reciben son, igual que los de los campesinos; disminuídos por las cargas públicas que pesan sobre los patronos. Léanse los relatos procedentes de Lancashire sobre la huelga en las fábricas de algodón, que contienen pruebas, dadas por los mismos artesanos, de que el beneficio es tan escaso que los fabricantes menos hábiles y los que poseen poco capital quiebran, y las mismas cooperativas que compiten con ellos apenas pueden mantenerse. Así, pues, consideremos qué se deduce con respecto a los salarios. Entre los gastos de producción hay que contar los impuestos generales y locales. Si, como ocurre en nuestras grandes ciudades, los impuestos municipales suman un tercio o más de la renta; si el patrono tiene que pagar esto no sólo por su casa particular sino por su local de negocio, fábricas, establecimientos, etcétera, resulta que el interés sobre su capital se debe descontar de aquella cantidad, o del fondo de salarios, o de una y otra parte. Y si la concurrencia entre los capitalistas en el mismo negocio, o en otros, es causa de que el interés del capital se mantenga a un nivel tan bajo que mientras unos ganan otros pierden, y no pocos se arruinan; si el capital, no alcanzando un interés adecuado toma otro camino y deja al trabajador sin empleo, entonces es evidente que al obrero se le ofrecen dos alternativas: o disminuye la cantidad de horas de trabajo o cobra menos dinero por él. Además, por numerosas razones estas cargas locales elevan el costo de los productos que consume. Los precios exigidos por los distribuidores están determinados, por término medio, por el porcentaje corriente de interés sobre el capital empleado en los negocios, y los gastos extra de este comercio tienen que pagarse por precios extra. De manera, que así como en el pasado el campesino perdía de un modo lo que ganaba de otro, así ocurre con el obrero en la actualidad, teniendo que añadir, en ambos casos, la pérdida que se le ocasiona por los gastos de administración consiguientes. Quizá alguien pregunte: Pero; ¿qué tiene todo esto que ver con la futura esclavitud? Directamente nada, pero indirectamente mucho, como veremos después de otro párrafo preliminar.

Se cuenta que cuando los ferrocarriles se establecieron por vez primera en España los campesinos eran arrollados con frecuencia, atribuyéndose la culpa a los maquinistas por no parar a tiempo. La experiencia rural no concebía la fuerza adquirida por una gran masa, moviéndose a gran velocidad.

Recuerdo este hecho al considerar las ideas del sedicente político práctico, en cuya mente no entra la idea de un momento político, y mucho menos la de un momento político que en lugar de disminuir o permanecer constante, aumenta. La teoría, según la que obra habitualmente, es que el cambio causado por su medida cesará cuando él lo desee. Contempla atentamente los resultados de sus actos pero piensa poco sobre sus efectos remotos, y menos aún de sus colaterales. Cuando en tiempo de guerra se necesitaba carne de cañón, cuando Mr. Pitt dijo para alentar al pueblo: Permitidnos facilitar socorros donde haya muchos niños, como un derecho y un honor, en lugar de que sea un oprobio y un desprecio,[1] entonces no se esperaba que las contribuciones para los pobres se cuadruplicarían en un plazo de cincuenta años, que mujeres con muchos hijos ilegítimos serían preferidas como esposas a las honradas, a causa del socorro que recibían de la parroquia, y que muchos contribuyentes engrosarían las filas de los pordioseros. Los legisladores que en 1833 votaron veinte mil libras al año para fomentar la edificación de escuelas, nunca supusieron que el paso que ellos habían dado conduciría a aumentar las contribuciones locales y generales, sumando hoy seis millones de libras. No intentaron establecer el principio de que A se haría responsable para educar al hijo de B; no soñaron con que las viudas pobres fueran privadas de la ayuda de sus hijos mayores, y mucho menos que sus sucesores, requiriendo a los empobrecidos padres para dirigirse a las Cámaras de administradores de los pobres para que éstos pagaran la retribución escolar que la Cámara de escuelas no podía remitir, iniciarían el hábito de dirigirse a dichos administradores y fomentarían el pauperismo.[2]

Ninguno de los que en 1834 aprobaron el Acta regulando el trabajo de mujeres y niños en determinadas fábricas, imaginó que el sistema por ellos iniciado acabaría con la restricción e inspección del trabajo en todas las clases de establecimientos de producción donde hubiera empleadas más de cincuenta personas. No concibieron que la inspección llegaría hasta el punto de que antes de ser empleado un joven en una fábrica, debía certificar un médico, previo examen personal (al que no se señala límites) que no padecía defecto ni enfermedad personal que lo incapacitara para el trabajo. Su veredicto determinaría si podía o no ganar un salario.[3] Menos aún, repito, conciben los políticos que se envanecen con lo práctico de sus aspiraciones, los resultados indirectos que seguirán a los resultados directos de sus medidas. Así, para citar un ejemplo como otro ya enunciado, se pensó que el sistema de retribuir por los resultados obtenidos sería un estímulo para los profesores. No se pensó que el estímulo podía redundar en perjuicio de su salud; no se esperaba que los conduciría a adoptar un sistema de enseñanza indigesto y a ejercer sobre los niños embotados y débiles una presión a menudo excesiva. No se previó que en muchos casos se podía causar una debilidad corporal que ni la gramática ni la geografía pueden compensar. La necesidad de licencias para abrir tabernas fue simplemente una medida de orden público, pero los autores de esta medida nunca imaginaron que pudiese ejercer una poderosa influencia en las elecciones y de un modo tan funesto. No se les ocurrió a los políticos prácticos, que al señalar una línea de carga obligatoria a los barcos mercantes, la competencia entre los armadores causaría la elevación de esta línea al límite más elevado, y que de precedente en precedente, se elevaría de un modo gradual en las mejores clases de barcos. Sé de muy buena tinta que así ha ocurrido. Los legisladores que hace cuarenta años por un Acta del Parlamento obligaron a las compañías de ferrocarril a facilitar billetes a precio reducido, habrían ridiculizado la idea, si se hubiera expresado que su Acta castigaría a las compañías que mejoraran su disposición; sin embargo, esto ocurrió cuando las compañías pusieron en servicio coches de tercera clase en trenes rápidos: se impuso una multa por cada viajero de tercera que conducían. A este ejemplo dado sobre ferrocarriles, añadamos otro más notable, que se nos revela al comparar la política de ferrocarriles en Inglaterra y en Francia. Los legisladores que han dictado medidas para la nacionalización de los ferrocarriles franceses, no pensaron nunca que podría redundar en perjuicio de los viajeros; no han previsto que el deseo de abaratar el valor de la propiedad que pasará a poder del Estado, impediría la competencia de líneas y que en este caso la locomoción sería costosa, lenta y poco frecuente. Como ha demostrado ultimamente Sir Thomas Farrer, el viajero en Inglaterra posee grandes ventajas sobre el francés en lo referente a economía, rapidez y frecuencia con que puede viajar.

Pero el político práctico que, a despecho de tales experiencias, repetidas generación tras generación, se cuida solamente de los resultados próximos, naturalmente nunca piensa en los resultados más remotos, más generales y más importantes que los anteriormente señalados. Repítiendo la metáfora mencionada, nunca pregunta si el momento político establecido por su medida, en algunos casos decreciendo pero en otros creciendo en gran escala, tendrá o no la misma dirección general con otros momentos análogos y si no puede unirlos en la actualidad produciendo una energía compuesta que origine cambios que nunca pudo soñar. Considerando sólo los efectos de su particular corriente de legislación, y no observando que existen otras corrientes, y aun otras que seguirán su iniciativa, y que siguen todas el mismo curso medio, nunca se le ocurrirá que pueden concurrir en un torrente arrollador que cambie la faz de las cosas. Hablando sin metáforas: no tiene conciencia de que está ayudando a construir un nuevo tipo de organización social y que medidas análogas, efectuando cambios análogos de organización, tienden con fuerza siempre creciente a generalizar este tipo, hasta que en un cierto momento la tendencia llega a ser irresistible. Así como una sociedad aspira, cuando es posible, a producir en otras sociedades una estructura análoga a la suya; así como entre los griegos, los espartanos y los atenienses se luchó para extender sus respectivas instituciones políticas, o como en tiempo de la revolución francesa las monarquías absolutas europeas, intentaron restablecer la monarquía absoluta en Francia, mientras la Repúbllca alentaba la formación de otras Repúblicas; así, dentro de cada sociedad, tienden a propagarse las estructuras creadas. Justamente como el sistema de cooperación voluntaria por compañías, asociaciones, uniones con objeto de conseguir fines comerciales y de otra especie, se generaliza en una comunidad, de igual forma se extiende el sistema antagonista de cooperación obligatoria bajo el Estado, y cuanto más se extiende mayor fuerza alcanza. La cuestión capital para todo político debería siempre ser: ¿Qué tipo de estructura social tiendo yo a crear? Pero ésta es una pregunta que nunca se plantea. Hagámoslo nosotros aquí por él. Observemos el curso general de los cambios recientes, con sus ideas correspondientes, y veamos a dónde nos conducen.

La forma más simple de hacerse una pregunta es: Hemos hecho esto ya; ¿por qué no haríamos aquello? Y la consideración que sugiere impele siempre a una legislación de reglamentaciones. Comprendiendo dentro de su esfera de operación negocios cada vez más numerosos, las Actas que regulan las horas de trabajo y preceptúan el trato que ha de darse a los obreros, han de aplicarse ahora a las tiendas. De inspeccionar las casas de huéspedes, para limitar el número de ocupantes, y obligar a que reúnan las condiciones sanitarias debidas, hemos pasado a inspeccionar aquellas bajo determinada renta y en las que viven miembros de más de una familia, y pasaremos ahora a una inspección análoga de todas las casas pequeñas.[4] La compra y explotación de los telégrafos por el Estado, se considera una razón para exigir que también el Estado debería comprar y explotar los ferrocarriles. El hecho de procurar alimento espiritual a los niños, por obra de la sociedad, está siendo seguido, en muchos casos, por el de facilitarles también alimento para sus cuerpos. Cuando esta costumbre se haya generalizado, anticipamos que si ahora se propone que lo uno sea gratuito, se propondrá también que sea gratuito lo otro. El argumento de que es necesario un cuerpo sano en un alma sana para formar buenos ciudadanos, se invocará como una razón para que la medida se extienda.[5] Y entonces, invocando los precedentes de la iglesia, la escuela y las salas de lectura, sostenidas todas públicamente, se afirmará que el placer, en el sentido que hoy se admite generalmente, debe reglamentarse y organizarse tanto, por lo menos como el trabajo.[6]

Esta extensión de la reglamentación no se debe tan sólo a lo señalado en lo precedente, sino también a la necesidad que surge de corregir medidas ineficaces y de remediar los males artificiales que se causan constantemente. El fracaso no destruye la fe en los medios empleados, sino que sugiere un mejor uso o una más amplia extensión de ellos. No habiendo conseguido lo que se esperaba de las leyes para impedir la intemperancia, leyes que han llegado a nosotros desde tiempos antiguos, y cuando las restricciones sobre la venta de bebidas alcohólicas son tema obligado de las sesiones de cada noche en el Parlamento, se reclaman ya medidas más severas que prohiban su venta en las localidades. Aquí, como en América, serán seguidas, sin duda, por demandas de que la prohibición sea general. No habiendo tenido éxito todos los remedios aplicados para extirpar las enfermedades epidémicas y prevenir las fiebres, la sífilis, etcétera, se quiere que se conceda a la policía el derecho de buscar en las casas a personas atacadas y que se autorice a los médicos oficiales para examinar a cualquier persona que ellos crean que padece una enfermedad infecciosa o contagiosa.

La Ley de pobres ha favorecido el hábito de la imprevisión y ha multiplicado el número de imprevisores; y ahora, para remediar los males causados por la caridad obligatoria, se invoca la necesidad del seguro obligatorio.

La extensión de esta política, originando la extensión de las ideas correspondientes, fomenta por doquier la opinión tácita de que el gobierno debe intervenir en cuantas cosas no funcionan bien. ¡Seguramente no desearéis que continuen estos males!, exclamará alguien, si uno se opone a la que ahora se dice y se hace. Obsérvese lo que implica esta observación. En primer lugar concede como cierto que todo sufrimiento debe ser evitado, lo cual no es verdad: muchos sufrimientos son curativos y evitarlos es impedir un remedio. En segundo lugar, da por concedido que todos los males pueden aliviarse, pero lo cierto es que con los defectos inherentes a la naturaleza humana muchos males se pueden hacer camblar de forma o lugar, a menudo exacerbándolos con el cambio. Aquella exclamación implica también la firme creencia, que es la que realmente nos importa aquí; de que el Estado debe remediar todos los males. No se formula la pregunta de si existen otros organismos trabajando en este sentido y de si los males en cuestión no conciernen precisamente a éstos. Y evidentemente, a medida que la intervención del Estado aumenta, más se robustece en los ánimos la creencia de su necesidad y con mayor insistencia se exige su intervención.

Cada aumento de la política regulativa, significa un aumento de la burocracia y un creciente poder de los organismos administrativos. Tomad una balanza con muchos perdigones en un platillo y pocos en el otro. Quitad perdigones del más cargado y ponedlos en el menos cargado. Llegará un momento en que se producirá un equilibrio, y si continuáis, la posición de los platillos será la inversa. Suponed que el brazo de la balanza está dividido en dos partes desiguales y que el platillo menos cargado pende de la extremidad del brazo más largo; entonces, el traslado de cada perdigón producirá un efecto mucho mayor y el cambio de posición se verificará antes. Uso este ejemplo para mostrar lo que sucede al trasladar un individuo después de otro desde la masa, de la comunidad administrada a las estructuras gubernamentales. El traslado debilita a la una y fortalece a la otra en un grado mucho mayor de lo que resultaría por el cambio relativo de números. Un organismo administrativo relativamente pequeño, coherente, teniendo intereses comunes y actuando bajo una autoridad central, posee una ventaja inmensa sobre otro publico, sin cohesión, y sin una política definida y que sólo llega a actuar eficazmente por una fuerte presión externa. A esto se debe que las organizaciones oficiales, alcanzada cierta fase de desenvolvimiento, llegan a ser irresistibles, como podemos observar en las burocracias del continente.

El poder de resistencia de la clase gobernada no sólo disminuye en la proporción geométrica en que aumenta la clase gobernante, sino que los intereses privados de muchos individuos aceleran la razón de la progresión. En todos los círculos sociales las conversaciones muestran que ahora, cuando mediante oposiciones se puede llegar a los cargos públicos, los jóvenes están siendo educados de tal modo que alcancen con éxito un empleo oficial. La consecuencia es que algunos que reprobarían este sistema de excesiva burocracia, lo consideran con tolerancia, si no favorablemente, porque ofrece una posible carrera para sus allegados. Cualquiera que tenga presente el elevado número de familias aristocráticas y de la clase media que desean colocar a sus hijos, observará que ninguna oposición surgirá de ellos, como lo harían si sus intereses personales estuvieran en juego.

Este apremiante deseo por tal clase de profesiones aumenta por la preferencia que existe hacia los puestos que se consideran prestigiosos. Aunque su sueldo sea pequeño, su ocupación será la de un caballero, piensa el padre que desea obtener para su hijo un cargo público. Y su relativa dignidad de empleado del Estado, comparada con la de los que se ocupan de negocios, crece a medida que la organización administrativa adquiere más importancia y se hace un elemento más poderoso en la sociedad, recabando un puesto de honor. La ambición dominante en un joven francés es conseguir un modesto cargo local en su pueblo, ser trasladado después a la capital de provincia y, finalmente, a alguna Dirección de París. Y en Rusia, donde la universidad del Estado reglamentado que caracteriza el tipo militar de la sociedad, ha sido llevada a sus últimas consecuencias, esta ambición se manifiesta de un modo exagerado. Dice Mr. Wallace, citando un pasaje de una comedia: Todos los hombres, incluso los comerciantes y los zapateros remendones, intentan llegar a ser funcionarios, y el hombre que se ha mantenido toda su vida sin cargo oficial alguno, parece que no es un ser humano.[7]

Estas varias infliuencias que actúan de arriba a abajo se enfrentan con una creciente respuesta de ilusiones y esperanzas que llegan de abajo a arriba. Las personas sometidas a trabajos rudos y excesivos, que forman la mayoría, y más aún los incapaces que reciben continua ayuda, se adhieren confiadamente a las doctrinas que les prometen beneficios por la intervención del Estado, y creen fácilmente a quienes les dicen que tales beneficios pueden y aun deben darse. Escuchan con fe a los que forjan castillos políticos en el aire, desde los graduados en Oxford hasta los irreconciliables irlandeses. Cada nueva aplicación de fondos públicos en su ayuda les hace concebir esperanzas de otras posteriores. Realmente, cuanto más se extiende la acción estatal más se generaliza el concepto entre los individuos de que todo ha de hacerse para ellos y nada por ellos. Cada generación está menos familiarizada con la idea de que los fines deben ser realizados por acciones individuales o asociaciones privadas, y más familiarizada con el pensamiento de que ha de lograrse por la intervención del Estado, hasta que llegue a considerarse la acción del gobierno como la única realmente valiosa. Este resultado se hizo evidente en el reciente congreso de las Trade Union celebrado en París. Refiriendo a sus electores lo ocurrido los delegados ingleses dijeron que entre ellos y sus colegas extranjeros la única diferencia radicaba en la cantidad de protección que se debía pedir al Estado para el trabajo, aludiendo de este modo al hecho, evidente en las reseñas de las sesiones, de que los delegados franceses siempre invocaron el poder gubernamental como el único medio de satisfacer sus deseos.

La difusión de la educación ha obrado, y obrará todavía más, en la misma dirección. Debemos instruir a nuestros maestros, es la bien conocida frase de un liberal que se oponía a la última exención de impuestos. En efecto, si la educación fuera digna de llamarse así y proporcionara las luces políticas necesarias, se podría esperar mucho de ella. Pero conocer las reglas de la sintaxis, sumar correctamente, poseer nociones geográficas y memoria surtida con las fechas del advenimiento de los reyes y las victorias de los generales, no implica la capacidad de discurrir bien en política, como el conocimiento del dibujo no implica destreza para telegrafiar, o la habilidad en jugar al cricket para tocar el violín. Seguramente, replicará alguno, la facilidad de leer abre el camino para adquirir conocimientos políticos. Sin duda, pero ¿se seguirá el camino? Las conversaciones de sobremesa prueban que, de cada diez personas, nueve leen lo que les interesa o divierte más que lo que les instruye, y que lo último que leen es aquello que les dice verdades amargas o disipe esperanzas infundadas.

Está más allá de toda cuestión que la educación popular se forma leyendo publicaciones que fomenten ilusiones agradables más que aquellas que insisten sobre la dura realidad. He aquí lo que escribe Un mecánico en la Pall Mall Gazette del 3 de diciembre de 1833: El mejoramiento de la educación despierta el deseo de cultura, la cultura despierta el deseo de muchas cosas que se hallan fuera del alcance de los trabajadores ...; en la furiosa competición en que vive la edad actual, ambas son imposibles para las clases pobres; de aquí que estén descontentos con el estado presente de cosas, y cuanto más educados más descontentos. De aquí también el que Mr. Ruskin y Mr. Morris sean considerados por muchos de nosotros como verdaderos profetas.

Y que la conexión de causa y efecto, alegados en esta cita, es una conexión real, podemos observarlo bastante claramente en el actual estado de Alemania.

Poseyendo el derecho de sufragio las masas que ahora esperan obtener grandes beneficios de la reorganización social, resulta que cualquiera que solicite sus votos debe abstenerse de exponerles lo erróneo de sus creencias, y esto si no cede a la tentación de mostrarse de acuerdo con ellos. Cada candidato parlamentario se ve inducido a proponer o a aceptar alguna nueva ley ad captandum. Incluso los jefes de los partidos políticos -unos para conservar el poder, otros para alcanzarlo- intentan ganar prosélitos prometiendo cada uno más que su antagonista. Y como las divisiones en el Parlamento nos muestran, la tradicional lealtad a los líderes impide las preguntas acerca del valor intrínseco de las medidas propuestas. Los representantes de la nación son bastante inconscientes para votar Bills que en principio juzgan equivocados, porque las necesidades del partido y de la próxima elección lo demandan. Y de este modo se vigoriza una política viciosa, incluso por aquellos que comprenden sus vicios.

Mientras tanto, se continúa exteriormente una activa propaganda de la que son auxiliares todas estas ínfluencias. Las teorías comunistas, apoyadas en parte por el Parlamento, Acta tras Acta, y tácita si no francamente favorecidas por numerosos hombres públicos que buscan partidarios, son sostenidas cada día con más fuerza, bajo una u otra forma, por líderes populares y solicitadas con insistencia por sociedades organizadas. Existe un movimiento para la nacionalización de la tierra, que aspira a un sistema de propiedad territorial equitativo en abstracto, pero que, como todo el mundo sabe, quieren establecer Mr. George y sus amigos, a despecho de las protestas de sus actuales propietarios, y como base de un proyecto que conduce al socialismo de Estado. También va ganando terreno la Federación Democrática de Mr. Hyndman y sus partidarios. Estos nos dicen que el puñado de merodeadores que detentan el suelo no tienen ni pueden tener otro derecho que la fuerza bruta contra las decenas de millones a quienes perjudican. Acusan ruidosamente a los accionistas a quienes se ha permitido usurpar nuestros grandes ferrocarriles. Condenan, sobre todo, a la activa clase capitalista, a los banqueros, granjeros, explotadores de minas, empresarios, a la burguesía, a los fabricantes, nuevos señores feudales que exigen un beneficio cada vez mayor de los esclavos asalariados a quienes emplean. Y piensan que ha llegado la hora de emancipar la industria del control de la codicia individual.[8]

Resta todavía señalar que estas tendencias, manifestadas de modos tan diversos, encuentran apoyo en la prensa de una forma cada día más insistente. Los periodistas, siempre tímidos para decir lo que es desagradable a sus lectores, se dejan arrastrar por la corriente y aumentan su fuerza. Las ingerencias legislativas que en otro tiempo habrían condenado, ahora las pasan en silencio, si es que no las defienden. Hablan del laissez faire como de una doctrina desacreditada. El pueblo no se asusta ya del socialismo, es lo que se oye cada día. Y otro, es objeto de mofa una ciudad que no adopta el Acta sobre bibliotecas libres por asustarse ante una medida tan moderadamente comunista. Y después, de acuerdo con las afirmaciones editoriales de que está llegando una evolución económica y debe aceptarse, se concede preferencia a las colaboraciones de sus defensores. Al mismo tiempo, los que consideran el curso actual de la legislación como desastroso, y piensan que, verosímilmente, el curso futuro lo será aún más, están siendo reducidos al silencio por su creencia de que es inútil razonar con el pueblo en tal estado de intoxicación política.

Véanse, pues, las muchas causas concurrentes que amenazan continuamente acelerar la transformación que se está operando. Existe una excesiva reglamentación causada por las precedentes, que adquiere más autoridad a medida que avanza la política del partido. Existe progresiva necesidad de restricciones y coacciones administrativas, necesidad originada por males imprevistos y defectos de las anteriores medidas restrictivas. Además, cada nueva ingerencia del Estado fortalece la tácita presunción de que es un deber del gobierno ocuparse de todos los males y asegurar el mayor número de bienes. El creciente poder de una organización administrativa, que se robustece por momentos, va acompañado por una disminución de poder del resto de la sociedad para resistir su supremacía. La multiplicación de carreras oficiales, causada por el desenvolvimiento de la burocracia, incita a los miembros de la clase gobernada por ella a favorecer su extensión porque brinda puestos seguros y respetables para todos. El pueblo, habituado a considerar los beneficios recibidos del Estado como gratuitos, alienta continuamente esperanzas de recibir otros nuevos. La difusión de la enseñanza, facilitando la propagación de errores agradables, más que mostrando verdades amargas, aviva y fortalece tales esperanzas. Peor aun, éstas son alentadas por los candidatos al Parlamento con objeto de aumentar sus posibilidades de triunfo. Los periodistas, siempre atentos a la opinión pública, las propagan en sus periódicos, en tanto los que opinan de otro modo encuentran pocas ocasiones de hacerse oír.

Así, influencias de varias clases conspiran para fortalecer la acción colectiva y debilitar la individual. Y este cambio se está afianzando por la acción de intrigantes, cada uno de los cuales sólo piensa en su propio provecho y no en la reorganización general por la que trabaja y en la que debía colaborar. Se dice que la revolución francesa devoró a sus propios hijos. No parece inverosímil ahora una catástrofe semejante. Las numerosas transformaciones socialistas efectuadas por el Parlamento, unidas a otras muchas que están en vías de realizarse, se fundirán pronto en un Estado socialista, y desaparecerán en la inmensa ola que habrán levantado poco a poco.

Pero, ¿por qué presentarnos este cambio como la esclavitud futura?, es una pregunta que se harán muchos. La respuesta es sencilla: todo socialismo implica esclavitud.

¿En qué consiste esencialmente la esclavitud? En principio, pensamos que es esclavo un hombre que es poseído por otro. Sin embargo, para que la posesión no sea puramente nominal debe demostrarse en la práctica por un control de las acciones del esclavo, control que se ejerce habitualmente en beneficio del dueño. Lo que caracteriza fundamentalmente al esclavo es el hecho de trabajar por mandato para satisfacer los deseos de otro. Esta relación admite diversos grados. Recordando que originariamente el esclavo es un prisionero cuya vida está a merced de su aprehensor, basta ver aquí que existe una ruda forma de esclavitud en la que, tratado como un animal, tiene que gastar todo su esfuerzo en ventaja de su amo. Bajo un sistema menos duro, aunque ocupado en trabajar para su poseedor, se le concede un poco de tiempo para trabajar para sí mismo, y alguna tierra para mejorar su alimentación. Sucesivas mejoras le conceden el derecho de vender los productos que ha cosechado y guardar las ganancias. Llegamos a otra forma, todavía más moderada, que surge generalmente cuando un hombre que ha sido libre es reducido a servidumbre por derecho de conquista. Tiene entonces que entregar a su señor cada año determinada cantidad, en frutos o en trabajo, reservándose lo restante. Finalmente, en algunos casos, como ha sucedido en Rusia hasta tiempos muy recientes, se le permite abandonar la casa de su señor y trabajar en cualquier otra parte a condición de satisfacer una suma anual.

¿Qué es lo que, en estos casos, nos conduce a calificar la esclavitud de más o menos severa? Evidentemente la mayor o menor cantidad de trabajo que se emplea en beneficio de otro, en lugar de para sí mismo. Si todo el trabajo del esclavo es para el dueño, la esclavitud es muy dura, y si es sólo una escasa parte, la esclavitud es suave. Avancemos un paso más. Supongamos que el señor muere y que la hacienda con los esclavos pasa a manos de los fideicomisarios, o bien, supongamos que una compañía compra la hacienda y todo lo contenido en ella, ¿será mejor la condición del esclavo si la duración de su trabajo obligatorio no se altera? Supongamos que sustituímos la compañía por una comunidad. ¿Supone alguna diferencia para el esclavo si, como antes, el tiempo que ha de trabajar para los otros es mucho y el que se le deja es muy poco? La cuestión esencial es: ¿cuánto tiempo se le obliga a trabajar en beneficio de los demás y cuánto puede trabajar en el suyo exclusivo? El grado de su esclavitud varía según la razón entre lo que se le obliga a rendir y lo que se le permite retener. No importa que su dueño sea una persona o una comunidad. Si, sin posible opción, ha de trabajar para la sociedad y recibe del fondo común una parte, en este caso llega a ser un esclavo de la sociedad. La organización socialista necesita una esclavitud de esta clase, y hacia tal esclavitud nos están conduciendo muchas medidas recientes, y aún más, otras por las que se aboga. Permítasenos observar, primero, sus efectos próximos y después los últimos.

La política iniciada por las Actas para viviendas industriales admite desarrollo y éste se llevará a cabo. Donde las corporaciones municipales se han convertido en empresas constructoras de edificios, inevitablemente descendió el valor de las casas edificadas y dificultaron la construcción de otras. Cada medida relativa al modo de construir, rebaja el beneficio del constructor y lo induce a colocar su capital donde le rinda más. Por otra parte, el propietario al comprobar que las casas pequeñas acarrean demasiado trabajo y demasiadas pérdidas, se haya pronto a venderlas, pues además están sometidas a inspección e ingerencias con los gastos consiguientes. Como razones idénticas detienen a los compradores, tiene que vender con pérdidas. Y cuando estas reglamentaciones que se multiplican finalicen en una, y esto es posible, como ha propuesto Lord Grey, exigiendo al propietario mantener la salubridad de sus casas desalojando a los inquilinos sucios, y de esta forma agregando a sus responsabilidades la de inspector de basuras, creciendo el deseo de vender y disminuyendo el de comprar, la depreciación será mayor. ¿Qué sucederá? Al paralizarse la multiplicación de casas, especialmente pequeñas, ocasionará una creciente demanda a la autoridad local para que supla esta deficiencia. De un modo acentuado, las corporaciones municipales u otros organismos tendrán que edificar o adquirir casas, que han llegado a ser invendibles, a personas privadas, lo que será más ventajoso que construir otras nuevas puesto que valen poco. Este proceso se realizará en dos sentidos, porque todo incremento de la contribución local origina una depreciación en la propiedad.[9] Y cuando en las ciudades este proceso haya ido tan lejos que la autoridád local sea el principal propietario de las casas, esto constituirá un buen precedente para extender tal medida a la población rural, según se propone en el programa radical[10] y exige la Federación Democrática, que insiste sobre la construcción obligatoria de casas sanas para los artesanos y viviendas para los campesinos proporcionalmente a la población. Evidentemente, lo que se ha hecho, lo que se hace y lo que se hará nos aproxima al ideal socialista, para el cual la única dueña de las casas es la comunidad.

Tal será también la consecuencia de la creciente política sobre la posesión y explotación de la tierra. El aumento de beneficios públicos, al ser conseguidos por numerosos organismos públicos, debe imponer nuevos gravámenes sobre la tierra hasta que, cuando la depreciación llegue a ser mayor, la resistencia para cambiar la posesión del suelo disminuirá. Como se sabe, existe ya en muchos lugares dificultad para conseguir arrendatarios, aun con la renta muy reducida. La tierra de escasa fertilidad, en algunos casos, permanece sin cultivar, y cuando lo es por el granjero, con frecuencia la cultiva con pérdidas. Realmente, la renta del capital rústico no es tal que permita que se eleven las contribuciones locales y generales para extender aún más la administración pública, que acabará por absorberla, y que inducirá a los propietarios a vender para sacar el mejor partido posible del capital realizado, emigrando y comprando tierra que no esté sujeta a tan pesadas cargas. Indudablemente, así lo están haciendo algunos. Este proceso ocasionará que dejen de cultivarse las tierras de calidad inferior.

Después podrá extenderse la demanda solicitada por Mr. Arch, quien dirigiéndose a la Asociación Radical de Brighton últimamente y sosteniendo que existen terratenientes que no hacen producir a sus tierras lo necesario para el bien público, dijo: Me gustaría que el actual gobierno votara un Bill sobre el cultivo obligatorio. Esta proposición fue aplaudida y él la justificó con el ejemplo de la vacunación obligatoria, ilustrando de este modo la influencia de los precedentes. Y se insistirá en esta demanda, no sólo por la necesidad de hacer productiva la tierra, sino también por la necesidad de emplear a la población rural. Después que el gobierno haya extendido la práctica de emplear a los obreros sin trabajo en tierras abandonadas, o en tierras adquiridas a precios bajos, no habrá más que un paso para adoptar el programa que según la Federación Democrática ha de seguir a la nacionalización de la tierra: la organización de ejércitos industriales y campesinos con el control del Estado y según principios cooperativos.

Si alguien duda de que semejante revolución pueda lograrse, se le citarán hechos que demuestran su posibilidad. En las Galias, durante la decadencia del imperio romano, tan grande era el número de acreedores en comparación con los recaudadores de contribución, y tan enorme el peso de las cargas fiscales, que los labradores sucumbieron, las tierras quedaron desiertas y se poblaron de bosques los lugares que antes surcó el arado.[11] De igual forma, cuando la revolución francesa se aproximaba, las contribuciones habían llegado a ser tales que muchas granjas quedaron sin cultivar y otras abandonadas. Una cuarta parte del suelo permanecía perdida, y en algunas provincias la mitad eran páramos.[12] No hemos estado nosotros sin incidentes de naturaleza análoga. Además del hecho de que bajo la antigua Ley de pobres los impuestos se habían elevado en algunas parroquias a la mitad de la renta, y de que en diversos lugares las granjas permanecían incultas, existe también un precedente en que los impuestos absorbieron todo el producto del suelo.

En Cholesbury, en Buckinghamshire, en 1832, el impuesto en favor de los pobres cesó repentinamente porque era imposible cobrarlo, a consecuencia de que los propietarios renunciaron a sus rentas, los granjeros a sus arriendos y el pastor a sus beneficios y diezmos. El pastor Mr. Jeston, refiere que en octubre de 1832 los funcionarios de la parroquia arrojaron sus libros, y los pobres agrupados ante su puerta mientras él estaba en la cama, le pedían alimentos y consejos. En parte con sus pequeños recursos, en parte ayudado por la caridad de los vecinos y con los recargos impuestos a las parroquias limítrofes, pudo sostenerlos durante algún tiempo.[13]

Los comisionados añaden que el caritativo pastor recomienda que la tierra sea dividida entre los pobres capaces de trabajar, esperando que después de ayudarles durante dos años se bastarían a sí mismos. Estos datos, ilustrando la profecía hecha en el Parlamento de que la vigencia de la antigua Ley de pobres durante otros treinta años, conseguiría que todas las tierras quedaran incultas, mostró con toda claridad que el aumento de las cargas públicas puede conducir al cultivo obligatorio bajo el control público.

Volvamos, ahora, a hablar del Estado como propietario de los ferrocarriles. Esto existe ya en el continente en gran extensión. Nosotros hemos tenido una ruidosa defensa de ello hace cincuenta años. Y ahora el lamento que levantaron muchos políticos y publicistas, es recogido de nuevo por la Federación Democrática que propone una expropiación de los ferrocarriles con compensación o sin ella.

Evidentemente, la presión de arriba unida a la presión de abajo, es verosímil que produzca este cambio dictado por la política predominante. Con éste vendrán otros muchos. Los propietarios de los ferrocarriles, al principio poseedores y explotadores de ellos solamente, han llegado a ser dueños de numerosos negocios relacionados con los ferrocarriles, y estos negocios tendrán que ser adquiridos por el gobierno cuando aquéllos lo sean. El Estado, que es ya el correo exclusivo, que posee el telégrafo, no sólo será el que transporte pasajeros, minerales y géneros sino que unirá a su comercio actual otros muchos. Aun hoy, además de erigir establecimientos navales y militares y de construir puertos, docks, diques, etcétera, fabrica barcos, cañones, fusiles y municiones, uniformes militares y botas. Cuando los ferrocarriles, hayan sido expropiados con compensación o sin ella, como dicen los Federacionistas Democráticos, tendrá que fabricar locomotoras, vagones, lonas, impermeables y grasas, y será el propietario de los buques de línea, minas de carbón, canteras, autobuses, etcétera.

Entretanto, sus lugartenientes locales, los ayuntamientos, muchos de los cuales son ya los abastecedores de agua, fabricantes de gas, dueños y explotadores de tranvías, baños, etcétera, emprenderán, sin duda, otros muchos negocios. Y cuando el Estado, directamente o por delegación dirija o posea numerosos establecimientos para una producción y distribución al por mayor, existirá un buen precedente para que extienda sus funciones a la venta al menudeo, siguiendo el ejemplo del gobierno francés que desde hace tiempo vende tabaco al por menor.

Es evidente, pues, que los cambios realizados, los que están en vías de efectuarse y los que se exigen, nos conducirán, no solamente hacia un Estado propietario de la tierra, de los edificios y de las vías de comunicación, administradas y explotadas todas por organismos estatales, sino a la usurpación de todas las industrias. Las industrias privadas, incapaces de competir con el Estado, que puede disponer de todo según su conveniencia, desaparecerán paulatinamente, como ha sucedido con muchas escuelas libres en presencia de las oficiales. Y así, se habrá realizado el ideal socialista.

Ahora bien: cuando se haya alcanzado este ideal, intento en el que los políticos prácticos ayudan a los socialistas, y que es tan tentador por el lado brillante en que éstos lo contemplan, ¿cuál será el lado sombrío que ellos no miran? Es una observación corriente, hecha con frecuencia ante una boda inminente, que aquellos que están poseídos por grandes esperanzas se gozan más en los placeres que se prometen, que en pensar en los sinsabores que les acompañan. Y un ejemplo más elocuente de esta verdad nos lo facilitan estos políticos entusiastas y revolucionarios fanáticos. Impresionados por las miserias que existen en nuestra organización actual, y no considerando estas miserias como causadas por los defectos de la naturaleza humana mal adaptada al estado social, imaginan que es posible remediarlas mediante una nueva ordenación. Sin embargo, aunque sus planes tuvieran éxito sería solamente a condición de sustituir unos males por otros. Una reflexión sencilla nos muestra que, con la reorganización propuesta, sus libertades se limitarían a medida que su bienestar material fuera en aumento. Ninguna forma de cooperación, grande o pequeña, puede establecerse sin que implique sumisión a los organismos reguladores. Cualquiera de sus propias organizaciones que efectúan cambios sociales les proporciona la prueba: no pueden subsistir sin tener sus Consejos, sus jefes locales y generales, sus autoritarios líderes, a los que es preciso obedecer so pena de confusión y fracaso. Y la experiencia de los que con más tesón han defendido un nuevo orden social, con el control paternal del gobierno, nos muestra que aun en las sociedades privadas, voluntariamente formadas, el poder de la organización regulativa llega a ser grande, si no irresistible, produciendo, a veces, descontento e insubordinación entre los miembros. Las Trade Union, que sostienen una especie de guerra industrial en defensa de los intereses de los obreros contra los intereses de los capitalistas, comprenden que una subordinación casi militar es necesaria para asegurar una acción eficaz. La división de opiniones es funesta para el buen éxito. Incluso en las sociedades cooperativas formadas para actividades fabriles y de distribución —que no necesitan la clase de obediencia que se requiere cuando existe una intención ofensiva o defensiva—, el organismo administrativo consigue tal supremacía, que surgen lamentaciones acerca de la tiranía de la organización. Júzguese pues lo que sucederá cuando en lugar de asociaciones relativamente pequeñas, a las que los hombres pueden pertenecer o no, según les plazca, tengamos una asociación nacional en la que cada ciudadano se encuentre incorporado y de la que no pueda separarse sin abandonar el país. Júzguese lo que llegará a ser bajo tales condiciones el despotismo de una burocracia organizada y centralizada, teniendo en sus manos los recursos de la comunidad y disponiendo de la fuerza que estime necesaria para ejecutar sus derechos y mantener lo que llama orden. Es natural que el príncipe de Bismarck se manifieste favorable hacia el Estado socialista.

Y entonces, después de reconocer, como deben hacerlo si piensan en las consecuencias de su sistema, el poder que posee el gobierno en el nuevo orden social, tan atractivamente pintado, que se pregunten para qué fines debe utilizarse este poder, No fijándose exclusivamente como acostumbran, en el bienestar material y en las satisfacciones mentales que debe proporcionarles una administración bienhechora, dejémosles que se fijen un poco en el precio que han de pagar. Los organismos oficiales no pueden crear los recursos necesarios; sólo pueden distribuir entre los individuos lo que los mismos individuos han producido conjuntamente. Si éstos recurren a los organismos para que los asistan, los organismos les requerirán en reciprocidad que les faciliten los medios. No puede haber, como en nuestro sistema actual, un acuerdo entre el patrono y el obrero. El sistema lo excluye. En lugar de ello, habrá un mandato de las autoridades locales sobre los trabajadores y una sumisión de éstos a los que les mandan. Y ésta es, en rigor, la organización claramente indicada, aunque inconscientemente sin duda, por los miembros de la Federación Democrática. Proponen que la producción sea llevada a cabo por ejércitos campesinos e industriales con el control del Estado, no recordando en apariencia que los ejércitos presuponen una jerarquía de jefes y oficiales que exigirían obediencia; pues de otro modo no puede ser asegurado, ni un orden ni un trabajo eficiente. Por consiguiente, el individuo quedaría con respecto al organismo gobernante en la relación de esclavo a dueño.

Pero el gobierno sería un amo que los individuos habrían elegido y que estaría constantemente en jaque; un amo, por lo tanto, que no controlaría a los hombres más de lo necesario para beneficio individual y común.

A esta respuesta, mi primera contestación es que, aun así, cada miembro de la comunidad en cuanto individuo sería un esclavo de la comunidad en conjunto. Tal relación ha existido habitualmente en las comunidades combativas, incluso bajo formas casi populares de gobierno. En la antigua Grecia se admitía el principio de que el ciudadano no pertenecía ni a sí mismo ni a su familia, sino a la ciudad, y la ciudad era entre los griegos equivalente a comunidad. Y esta doctrina, propia de un estado de guerra constante, la resucitan los socialistas inconscientemente en un estado puramente industrial. Los servicios de cada uno pertenecerán a todos y estos servicios serán recompensados por las autoridades como lo estimen oportuno. Por tanto, aunque la autoridad fuera tan benéfica como se asegura, la esclavitud, aunque mitigada, sería la consecuencia de la organización.

Una segunda respuesta es que la administración no llegará a ser de la clase que se imagina, y que la esclavitud no será tan mitigada como se piensa. La especulación socialista está viciada por una hipótesis semejante a la que vicia la especulación del político práctico. Se afirma que la burocracia trabajará como se desea, cosa que nunca ocurre.

El mecanismo del comunismo, como el mecanismo social existente, se hallará constituido por individuos de naturaleza humana, y los defectos e imperfecciones de éstos producirán los mismos males en un caso como en otro. El amor al poder, el egoísmo, la injusticia, la deslealtad, que a menudo y a corto plazo conduce a las organizaciones privadas al desastre, engendrarán donde sus efectos se acumulan de generación en generación, males muy grandes y difíciles de evitar, puesto que la organización administrativa, vasta, compleja y provista de todos los recursos, una vez desarrollada y consolidada, llega a ser irresistible. Y si se necesita una prueba de que el ejercicio periódico del poder electoral fallaría en prevenirlo, basta el ejemplo del gobierno francés que, popular en su origen y sujeto en cortos intervalos al juicio popular, no obstante, atropella la libertad de los ciudadanos hasta tal punto que los delegados ingleses dijeron en el último congreso de las Trade Union: Esto es una desgracia y una anomalía en una nación republicana.

El resultado final sería la resurrección del despotismo. Un ejército disciplinado de funcionarios civiles, como un ejército de militares, confiere el poder supremo a su jefe. Este poder ha conducido con frecuencia a la usurpación, como ocurrió en la Europa medieval, y aún más en el Japón, e incluso entre nuestros vecinos durante nuestra época. Las recientes declaraciones de M. de Maurepas demuestran con qué rapidez un jefe constitucional elegido por el pueblo y con su entera confianza, puede paralizar la acción del organismo representativo y convertirse en dictador con la simple ayuda de unos cuantos colabordores sin escrúpulos. Poseemos buenas razones para creer que los que se elevaran a los primeros puestos en la organización socialista no tendrían escrúpulos en llevar a cabo sus intentos a toda costa. Cuando se oye decir al Consejo de la Federación Democrática que los accionistas —que unas veces ganan pero otras también pierden, y que han fomentado los ferrocarriles mediante los que ha aumentado tanto la prosperidad nacional— han puesto las manos sobre los medios de comunicación, podemos inferir con cuánta perversidad interpretarían los deseos de los individuos y de las clases bajo su dominio, los directores de una organización comunista. Y cuando, más adelante, hallamos miembros de este mismo Consejo exigiendo que el Estado expropie los ferrocarriles con compensación o sin ella, sospechamos que los jefes de esta sociedad ideal no se detendrían ante consideraciones de equidad para llevar a efecto la política que juzgan necesaria: política que siempre se identificaría con su propia supremacía. Bastaría una guerra con un país vecino o cualquier descontento interno que exigiera una represión, para que se transformara una administración socialista en una tiranía espantosa, como la del antiguo Perú, y bajo la cual las masas controladas por jerarquías de funcionarios y constantemente vigiladas, trabajarían en beneficio exclusivo de la organización que los regulaba y no les quedaría sino los recursos precisos para una miserable existencia. Y entonces, habría resucitado completamente con diferente forma, aquel sistema de cooperación obligatoria cuya decadente tradición está representada por el antiguo conservadurismo y hacia el que nos conducen los nuevos conservadores.

Pero estaremos en guardia contra todo esto, tomaremos precauciones para evitar tales desastres, dirán los entusiastas sin duda alguna. Sean los políticos prácticos con sus nuevas medidas regulativas o los comunistas con sus proyectos de reorganización del trabajo, su respuesta es siempre la misma: Es cierto que planes de semejante naturaleza han fracasado, debido a causas imprevistas o accidentes adversos o por las deslealtades de los ejecutores; pero esta vez aprovecharemos las experiencias pasadas y triunfaremos. El pueblo parece no comprender la verdad, que no obstante es evidente, de que el bienestar de una sociedad y lo justo de su organización dependen fundamentalmente del carácter de sus miembros, y que ninguna mejora puede lograrse sin un perfeccionamiento del carácter, resultante del ejercicio de una industria pacífica con las restricciones impuestas por una ordenada vida social.

La creencia, no sólo de los socialistas sino también de los sedicentes liberales que les están preparando el camino, es que mediante hábiles medidas una humanidad defectuosa puede transformarse en una humanidad con instituciones bien organizadas. Esto es una ilusión. Cualquiera que sea la estructura social en que vivan, se manifestarán igualmente en acciones perniciosas las defectuosas naturalezas de los ciudadanos.

Nota del autor: Desde la aparición de este ensayo, los socialistas han publicado dos respuestas: Socialismo y esclavitud, por H. M. Hyndman, y Herbert Spencer habla del socialismo, por Frank Fairman. Me limitaré a decir que, como es costumbre con los adversarios, me atribuyen opiniones que no sostengo. De que desapruebe el socialismo no se deduce, como asegura Mr. Hyndman, que apruebe las organizaciones existentes. Reprueba cosas que yo también repruebo, pero disiento del remedio que propone. El caballero que escribe con el seudónimo de Frank Fairman me reprocha haber retrocedido desde que escribí en Estática social lo que él llama una simpática defensa de las clases trabajadoras. Yo no tengo conciencia del cambio que alega. El hecho de mirar con ojos indulgentes las irregularidades de las personas cuya vida es dura, no implica por ningún medio una tolerancia hacia los vagos.

 
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