Bendito
rock decadente
por PEPE FORTE
Publicado en la sección DISCOPINIÓN de corte editorial de la revista Mercado del Disco en el No. 141/Marzo
2002
Foto del autor.
Conduciendo recientemente entre las montañas
de North Carolina por una carretera solitaria,
vi una señal de tráfico con el aviso
falling rock. En ese justo momento, el stereo
del auto tocaba The Year of the Cat, de Al Stewart,
que me remontó nostálgico a un instante
particular de mi vida en 1977. Y en esas circunstancias,
en vez de preocuparme por una roca aventurera
que, ladera abajo me cayera en la cabeza, recordé
que apenas una semana antes, al elogiar yo esa
canción y las de la época —desmedidamente,
he de reconocer—, una joven colega mía
que escuchaba los argumentos —y no es Lina
Hansen—, me dijo, “sí, claro,
esa música para ti es la mejor porque es
la que a ti te gusta”. Y declarándome
el jaque, en un impulso de inspiración
generacional agregó que, “ese rock
es decadente”.
Falling rock, caramba...
Creo que mi dos veces milenaria —en unidades—
colección de CD’s, mi antigua profesión
de diseñador y fotógrafo de covers,
y el que hoy me ocupe feliz de estos menesteres
en blanco y negro, demuestran que soy un fanático
de la música, aunque no toco ni las respetables
maracas. Eso, sin contar con la sabia frase de
mi abuela de “hijo, con la pasión
basta”. ¿Que qué me gusta?
Que me digan almidonado, pero mi espectro de admiración,
disímil e intenso, va desde Palestrina
a Oakenfold, y en medio un gumbo musical cuyos
ingredientes —en conteo al por mayor—,
pueden ser Ravel, The Beatles, Mozart, Shakira,
Bela Bartok, Willie Chirino, Mahler, Gardel, Wagner,
Carl Orff, Led Zeppelin, El Trío Matamoros, Queen,
Verdi, Carlos Vives, Mussorgsky, la música
anónima del medio oriente, las obras huérfanas
para mandolinas mediterráneas y los tambores
animistas del África Ecuatorial. Pero —y
ahí va el parche antes que aparezca el
hoyo—, por encima de todo ello, claro que
tengo mi peak de preferencia: el rock de los 70.
A pesar de que habría de mencionar a Chuck
Berry, a Elvis Presley o a Jerry Lee Lewis, no
voy ahora a perderme en antecedentes ni a desmenuzar
esa secuencia mágica de spirituals-jazz-blues para llegar finalmente al rock, simplemente porque
al explicar la gripe se le roba espacio al protocolo de la neumonía.
Sólo advierto que, a título personal,
lo que yo llamo rock de los seventies es el animado
por una panoplia de creadores que incluye desde
el naive Neil Sedaka, hasta los mondrianesque Pink Floyd, en un episodio que corre entre 1968
y 1978, porque estoy convencido de que es en ese
lapso —dejando a The Beatles como entidad única aparte—
que el género tuvo su momento más
brillante, prolijo y auténtico, convirtiéndose
en el fenómeno musical más importante
y revolucionario de la historia. Ese rock...
En esos 10 años —y siendo tolerantes, extendiéndonos
un poquito hacia los 80—, está todo. Ese
rock es el único género musical
que se desbordó a una infinidad de cosas
y que atrajo a él otra cantidad de ellas.
Ese rock se fundió con todos los otros
géneros y estilos musicales del mundo como
ninguno lo hizo jamás. En las canciones
e intérpretes de ese rock se halla la presencia
del folkclore y ritmos típicos de todas
las naciones y continentes, la música clásica,
la ópera, y todos los instrumentos musicales
existentes, mezclados con su estructura básica
de guitarra y bajo eléctricos, percusión
de batería, y los sintetizadores, que llegaron
a la fiesta después. Fue ese rock el que
estimuló y explotó a fondo una nueva
tecnología de sonido en grabación
y reproducción, de amplificación para grandes espacios al aire libre, y revolucionó la
manera en que se escuchaba música en el
hogar y en el auto, haciéndola más
portable. Es responsable, ese rock, del desarrollo
de los teclados electrónicos y, por tanto,
de una catarata de timbres hasta entonces desconocidos.
Ese rock impulsó la FM Stereo, inventó
el DJ y una nueva forma de radio. Ese rock hizo
crecer las ventas de discos y fomentó el
afán de colección entre los consumidores
de música. Además, fundó
los clubes de fans y echó a andar una maquinaria
millonaria de mercancía satélite y de parafernalia electrónica.
Ese rock estrenó un nuevo concepto del
concierto, de las giras y de los shows de TV.
Gracias a ese rock nacieron los videos musicales
y por primera vez la música fue también
para ver; sin ese rock —that’s it—,
no existiría MTV. Ese rock desencadenó
una nueva onda de diseño gráfico,
de fotografía y de arte —nunca las
carátulas de discos fueron como las de
ese rock—. Ese rock generó —y
genera— millones (la gira Face 2 Face de
Billy Joel y Elton John, todavía en activo,
recaudó más de $61 millones en ventas
de tickets entre el 13 de enero y el 24 de febrero
para ubicarse en la 1ra., 2da., 3ra., y 5ta. posiciones
de esa lista, mientras Barry Manilow hacía
lo mismo con más de $2 millones. El álbum
Dark Side of the Moon, de Pink Floyd, grabado
en 1973, registró 1298 semanas consecutivas
en el Top 100 de Billboard hasta marzo 2 de este
año, y The Eagles y Fleetwood Mc ostentan
sendas placas [Greatest Hits Vol I y Rumours respectivamente],
como las más vendidas en todos los tiempos).
Ese rock despertó una nueva lírica,
y trajo un nuevo modo de vestir y bailar, y hasta
de vivir y pensar. Ese rock fue el que gestó
conciertos y grabaciones para recaudar fondos
para nobles causas y resolver problemas del mundo.
Ese rock fue el clandestino himno de libertad
y el rayo de esperanza de millones de jóvenes
victimizados y amordazados en los países
comunistas en la época del mundo bipolar.
Ese rock es el que cuenta con un inventario múltiple
de nombres dorados como Bob Dylan, Simon &
Garfunkel, Stevie Wonder, The Doors, Freddy Mercury,
James Taylor, Carly Simon, Eric Clapton, Nilsson,
Billy Joel, Carole King, Led Zeppelin, Emerson
Lake & Palmer, Vangelis, Sting y Police, Chicago,
Styx, Alice Cooper, Blood Sweat & Tears, Elton
John y, por supuesto, The Beatles, para seguir
remontando una lista maravillosa y casi infinita.
Todo lo que antecede a ese rock fraguó
en fórmula exquista en él, y todo
lo que ha venido después halla sus raíces
ahí.
Entonces, tras explicarle jadeante todo esto a mi joven
colega, a modo ahora de jaque mate —y quien
sabe si hasta adoptando una expresión medio
napoleónica—, le repliqué,
“no, esa música no es la mejor porque
es la que me gusta; al revés, es la que
me gusta porque es la mejor...”
Creo que tragó en seco y tal vez hasta
me odió momentáneamente —o
acaso para siempre—. Pero, I’m sorry,
esta es mi disconvicción. No sé,
digo yo...
(PD: En mi lista personal, The Year of the Cat es una de las 100 canciones populares más bellas de la historia del mundo)
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