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El reverso de las medallas olímpicas

Por PEPE FORTE/Editor de i-Friedegg.com,
y conductor del programa radial semanal AUTOMANIA que se transmite
ccada domingo de 12:00pm a 1:00pm ET por WQBA 1140 AM,
y de EL ATICO DE PEPE, de lunes a viernes de 5:00pm a 6:00pm ET,
por WAQI 710 AM, ambas emisoras de UNIVISION AMERICA,

Posted on Aug.2/2012

¿Alguien ha visto el reverso de una medalla olímpica?

Cuando los atletas triunfadores ganan, son fotografiados, orgullosos, mostrando la medalla de oro, plata o bronce… el anverso de la medalla, que exhibe el emblema de la olimpíada. Pero, ¿y cómo es por detrás la presea? De seguro que lleva un corazón a relieve. Un corazón que simboliza todo el tesón, la dedicación, el tiempo, la pasión, la angustia, las carencias, las restricciones, el dinero, el sacrificio, el amor, la tenacidad y la persistencia invertidos en la empresa, que son sólo algunos de los ingredientes —y no en orden jerárquico propiamente—, de la receta para el éxito al final de la jornada, de un largo camino a menudo fertilizado con lágrimas, hasta ese momento de gloria en que el campeón sube al podio y es celebrado con el himno de su país.

Detrás de cada atleta olímpico, ganador o no, detrás del brillo de la competencia y de su meta, se esconde un extenso recorrido, fundado como en la Santísima Trinidad, por tres protagonistas: el deportista en sí y sus dos pilares capitales, su entrenador y sus padres.

Es plausible —y hermoso— contemplar en la transmisión de televisión de estas olimpíadas de Londres 2012 cortos que elogian a “mamá”, detrás del atleta. Las madres, que siempre son las más grandes fans de sus hijos… incluso de sus fracasos, que ellas interpretan como victorias.

Y los padres también: ahí esta el caso de Danell Leyva, el joven gimnasta de origen cubano que integra el equipo norteamericano de la disciplina, cuyo padre lo es de él por partida doble: filialmente en lo humano, y atléticamente en lo deportivo, porque es su entrenador.

No separa en nada el papel de los padres de los atletas del pasado que del presente. Y es probable que en la ecuación, los padres de los atletas de los juegos olímpicos de los últimos 50 años son o han sido más participativos que los previos, porque la sociedad se vuelto un escenario que así lo demanda.

Todos las disciplinas exigen tiempo y dedicación para cultivar esa plantita que en origen es el campeón en ciernes. Pero nos sirve más de ejemplo la carrera del gimnasta que, por efímera, exige una intensa campaña de tonificación.

La carrera de los gimnastas comienza muy temprano en cuanto el niño o la niña da muestras de aptitud. Inmediatamente empiezan a desenvolverse los miles de horas que la madre o el padre —o ambos inclusive— dedican al futuro competidor. A partir de las últimas décadas del siglo XX, en que tanto la mujer como el hombre hubo de procurarse un empleo paras sostener en conjunto las necesidades económicas y materiales del hogar, el destinar tiempo al hijo o la hija que quiere ser un atleta se convierte en una amenaza que conspira contra la estabilidad del puesto de trabajo. Es una balanza de tiempo que rara vez logra el equilibrio. Generalmente pesa más el platillo del futuro atlético del chico… en detrimento de los ingresos en casa. Y sin dinero para la zapata jamás se alcanza el techo.

La dedicación que los padres de los atletas les prodigan es la misma que les habría exigido una carrera propia de Arquitecta o Medicina o cualquier otra profesión, sólo que no para ellos. Esto se resume con una sola palabra: abnegación.

Por el modo en que se vivía entonces, este panorama probablemente no existía antes de las olimpíadas de Roma de 1960.

Tampoco separa a los padres de los atletas del presente el hecho de que vivan indistintamente en una sociedad del primer mundo como Estados Unidos, o en algún país pobre. Las ansiedades que genera en estas familias un país pobre porque no puede garantizar los elementos necesarios para el entrenamiento, como el vestuario, calzado o implementos a un atleta en cultivo allí, coinciden en el mismo punto pero por contraste con las angustias de no poder acceder a ellos por limitaciones monetarias en una escena paradójicamente pletórica de recursos. El denominador común es el sacrificio.

Los entrenadores son la otra columna noble que apuntala un futuro por el que ellos apuestan que materializará en triunfo. El entrenador no es más que el escultor que extrae la forma más refinada del atleta, la que éste lleva dentro cuando todavía es piedra bruta. Del mismo modo en que todavía resulta incomprensible que continuemos practicando el rito de celebración de nuestro cumpleaños sin aplaudir a la madre ese día, es desconcertante ver cómo no se premia por igual con otra medalla de oro al entrenador del atleta triunfador, o se le hace subir al escalón con él al podio.

El entrenador es para el atleta exactamente —y más— todo lo que un padre o una madre es para sus hijos en el hogar: el ejemplo, el mentor, el que alienta, castiga, recompensa, estimula, disciplina, exige, limita, alerta, aconseja, muestra, enseña, exhorta. La antológica Nadia Comaneci, la divina chiquilla del Perfect Ten de las Olimpíadas de Montreal ‘76 habría sido otra sin su entrenador Béla Károlyi. El entrenador es un orfebre, un joyero, un ebanista, un tornero.

Y el atleta…

En el pasado, el aspirante a atleta olímpico fue un héroe, a menudo devenido mártir. Más de una película ha pintado la epopeya de campeones de las primeras olimpíadas y de otros que no pudieron acceder a la magna cita deportiva del planeta. Hambrientos, pobres, desolados, solitarios, descalzos, entrenando en caminos polvorientos, con calzado inapropiado o sin zapatos, en cuartuchos sin calefacción, sustituyendo con las más rusticas alternativas el aparato para desarrollar sus músculos y capacidades. La historia del Andarín Carvajal, el fondista cubano que participó en las olimpíadas de 1904 en San Luis, o la del equipo jamaicano de trineo en las de invierno de Calgary en 1988, son apenas un par de ejemplos de cómo lograr con las manos vacías la primera victoria: contra la adversidad.

La carrera con obstáculos comenzó para estos atletas mucho antes de encontrarlos en la pista…

En el presente, los atletas en cantera son como los estudiantes de conservatorio o de academia de arte: tienen una doble carga docente. Mientras que el estudiante ordinario termina su sesión de clases de Matemáticas, Lenguaje, Física, Historia y todo lo demás y se va a casa, el atleta (y su homólogo en dedicación, el estudiante piano o de pintura) reinicia una tanda que aunque de su pasión, es tan o más agobiante que las asignaturas de libreta que quedan presas sobre el pupitre.

Y la presión. Y la carga emocional y moral de los resultados, de la competencia primero con su propio cuerpo, cuando su anatomía falla ante lo que el cerebro exige, y después en las justas que enfrenta antes de empezar a competir seriamente. Los atletas son tan artistas como los estudiantes de arte, y por eso son distintos, más maduros, más responsables que el estudiante común.

Todo esto y más lo resume una medalla de oro, de plata o de bronce, es verdad. Pero el fulgor de ellas, como ocurre con el sol que solapa con su luz a las estrellas, enmascara esa historia de capítulos intensos, de escalones cada vez más altos que el galardón tapa, y tal parece que ese instante es justamente sólo ese instante... del modo que el joven piensa que el viejo siempre lo fue y que nunca fue joven como ahora lo es él. Una instantánea no abarca una sucesión de instantes.

Claro que el corazón a relieve que en el reverso de la medalla olímpica deberíamos hallar resumiría ese periplo extenuante y recompensador. Pero aún así nos preguntamos… ¿sería suficiente?

 
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