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A 40 años de "El Hombre en la Luna":
COLLINS no fue el único que no lo vio...

El astronauta a bordo del módulo orbital siempre se quejó que fue el único habitante del planeta que no pudo ver por televisión a Neil Armstrong poniendo sus plantas sobre la superficie lunar. Le acompañaban en infortunio unos 6 millones de cubanos...

por Pepe Forte/Editor de iFriedegg.com
Posted on July 20/2009


Pasábamos las vacaciones en nuestra "mansión estival" —la casa de mi abuela materna— en Matanzas, una bella ciudad al pie de una bahía, a unos 100 kilómetros al Este de La Habana, la capital, que es donde estaba la residencia de los Forte. Mi mejor momento del año. Pero el verano del '69 —como en la canción de Bryan Adams— encerraba para mí, aún a mis 11 años, una emoción extra: El Hombre en la Luna...

Que no vi... que no me dejaron ver... es decir, que él no me dejó ver y, para más afrenta aún, él sí vio.

En la mañana del 15 de julio de 1969, mi madre y mi hermano menor y yo esperábamos en la parada del autobús frente a la estación ómnibus de Matanzas la Ruta 4, que nos llevaría a la playa de Buey Vaca (Güeybaque en el nombre indígena original). Deliciosa rutina veraniega. Entonces pasó aquel periodiquero voceando el Juventud Rebelde... en cuya primera plana en una columna secundaria aparecía una caricatura de un portero de feria a cuyas espaldas se veía el Saturno V a punto de despegar hacia la Luna, mientras el sonriente hombrecillo exclamaba la célebre frase de invitación al espectáculo de "¡pasen, señores, pasen...", acompañada de la razón de tanto entusiasmo: "...y asistan a la gran explosión de un cohete!".

El 16 en la mañana —o sea, al día siguiente— rechacé volver a la playa para, junto a mi padre, experimentar las emociones del lift-off del cohete... a través de mis orejas: lo escuché gracias al servicio en español de la Voice of America, narrado por Juan José Pérez del Río y el resto del magnífico staff de locutores de la emisora por entonces.

En mi casa de verano había televisor...

Cuando el 20 de julio Neil Armstrong, seguido por Buzz Aldrin puso sus pies en el satélite artificial de la Tierra, Michael Collins, que quedó patrullando a bordo del módulo orbital, se quejó sarcásticamente que él fue el único habitante del planeta que no pudo ver el grandioso momento. Se equivocó Collins: le acompañaban unos 6 millones y tantos de cubanos. Castro prohibió "ver" El Hombre en la Luna. Unos 6 millones y tantos... menos 1, porque él sí lo vio. Y lo confesó, cínicamente como crítica a la televisión norteamericana, en 1975, durante una visita a Jamaica para reunirse con Michael Manley. "Yo estaba viendo el hombre en la Luna, y cuando más entusiasmado estaba... ¡pum!, lo interrumpen todo con un comercial".

Junto al horrible inventario de privaciones de todo tipo con que Castro castigó a Cuba, se suma la prohibición de dos grandes apoteosis: Los Beatles y El Hombre en la Luna. Una sociedad desgajada a la fuerza de acontecimientos trascendentales que le toca vivir, queda traumatizada del mismo modo que a un niño le suprimen componentes capitales de la infancia. La prohibición de Los Beatles y del Hombre en la Luna tiene que haber hecho estragos sociológicamente hablando en la generación o generaciones cubanas cíclicamente censuradas, aunque acaso nunca sepamos cómo se proyectó el trauma.

El acople del módulo de descenso con el orbital alrededor de la Luna y luego el amarizaje en el Pacífico el 24 de julio, no me quedó más remedio pues que escucharlo —y no verlo— a través de la VOA, y el esquema se repitió durante años y años con el resto de las aventuras espaciales norteamericanas, transbordador espacial incluido.

Pero quizás peor aún fue tolerar en silencio la desfiguración oficial de la carrera espacial de Estados Unidos. Además de que en lo sucesivo nada más se habló del Proyecto Apolo —razón por la cual muchos cubanos murieron en la creencia de que el XI fue el único viaje a la Luna—, los medios de información cubanos reinventaron la historia. Todo el afán de los soviéticos por alcanzar en una misión tripulada al satélite natural de la Tierra bajo la frase tan publicitada en Cuba de "¡Seremos los primeros!", después que los americanos llegaron a la Luna tuvo que ser reajustado a la "nueva realidad". Al mejor estilo del orweliano Ministerio de la Verdad en "1984", el deseo de los rusos tuvo que ser sepultado para propalar entonces que los soviéticos —que tienen cementerios de cosmonautas que murieron en los ensayos por asaltar a Selene— sí pudieron hacer el viaje pero que no quisieron con tal de no arriesgar la vida de sus astronautas y que por eso enviaron aquella olla arrocera sobre ruedas llamada Lunajod... cuyo propósito real siempre creí que fue adueñarse de las cámaras Hasselblad abandonadas allí en las sucesivas visitas de los Apolos.

Los soviéticos NO PUDIERON IR a la Luna. Punto. Su tecnología quedó rezagada para realizar esa hazaña. Su programa para alunizar una expedición tripulada fue a tientas, como a pedradas. El proyecto Apollo, precedido por el Gemini, es una joya de organización, de cómo paso a paso, etapa a etapa, se consigue algo tan difícil. Estados Unidos fue más eficaz en obtener el combustible ideal (oxígeno líquido) con que alimentar a su voraz cohete Saturno V, que consumía toneladas de LOX y Kerosina especial por segundo (416 mil 875 galones, para ser precisos).

¿Y cómo no compagina pues la realidad de que si los soviéticos no pudieron ir a la Luna empero sí se adelantaron a los norteamericanos en el Sputnik y los primeros vuelos orbitales tripulados con la perra Laika y Gagarin? Tiene su explicación que, habilidosamente el mundo comunista ocultó:

Ni los rusos ni los americanos comenzaron de cero su carrera espacial en lo que a balística respecta. Ambos países basaron su primera camada de misiles sobre el blueprint de la cohetería alemana. Dicen que al terminar la Segunda Guerra mundial los norteamericanos pudieron apoderarse de los planos de la bomba volante V-2, más avanzada, mientras que los soviéticos sólo lograron los de la V-1, más primitiva y limitada.

Los norteamericanos, más allá de Von Braun, al igual que los soviéticos aunque desde distintas etapas, partieron de la anatomía de los misiles balísticos hitlerianos. Pero los primeros afanes de obtener cohetes eficaces, lo mismo de parte de la URSS que de los EEUU, no se basaban en fines pacíficos o cósmicos —eso vino después—, sino que se enmarcan en plena guerra fría con el propósito de obtener un misil portador de una ojiva nuclear. Y he aquí que los soviéticos son los pioneros de entrar en órbita el 4 de octubre de 1957. ¿Por qué?

Bien: A los soviéticos, rústicos y atrasados tecnológicamente como siempre —en 1957 su magra televisión se transmitía por AM, no por FM—, les sale una ojiva nuclear voluminosa y pesadísima... que requería de un cohete poderoso para elevarla. Ése fue el Vostok V... que les vino de perillas para más tarde poner en órbita su satélite y luego la cápsula suicida en que el 12 de abril de 1961 mandaron a Gagarin al espacio por 108 minutos.

Los norteamericanos tenían un ojiva más liviana que requería de cohetes más pequeños que luego no pudieron hacer el crossover para transportar y poner en órbita objetos más pesados, como un satélite, y mucho menos una nave orbital habitada.

De modo que de ambos lados, le echan mano primero a vectores de origen militar —como por ejemplo, el cohete Redstone norteamericano— para dar los pasos iniciales en la carrera espacial. Hasta que los norteamericanos logran fabricar el ARTEFACTO MAS POTENTE QUE HAYA CREADO LA HUMANIDAD, el Saturno V, la joya de la cohetería del mundo.

El Saturno V contaba con cinco motores F-1 que en conjunto generaban 75 millones de libras de empuje. El cohete fue el resultado del trabajo mancomunado de tres compañías aeronáuticas comercialmente rivales, que juntaron sus esfuerzos para fabricar el leviatán del espacio: Boeing, Douglas y North American. Las medidas del colosal tubo eran 363 pies de alto y 33 de ancho (la primera generación del Boeing 747, que hizo su vuelo inaugural el 9 de febrero de 1969 unos 5 meses antes del Apollo XI, tenía un ancho de fuselaje de 20 pies y un largo de 231). Quemaba toda la existencia del combustible en 159 segundos y tres etapas, antes de poner en órbita la cápsula tripulada. De las 11 misiones que realizó (la última fue el Apollo 17), jamás falló una. Los soviéticos nunca lograron en aquel instante semejante cíclope que, por otro lado lado, incluso les habría resultado insuficiente porque su módulo lunar era pesadísimo.

Pero de esto, en el mundo "oriental" geopolíticamente hablando, nunca se dijo nada.

* * * * * * * *

Claro que pude ver, aunque considerablemente años más tarde, al hombre en la Luna in motion, cuando mi familia exilada en Miami me compró una videocasetera en una tienda para turistas extranjeros en La Habana y luego por mi cuenta conseguí clandestinamente un tape con lo que fue la aventura humana más grande del siglo XX y una de las más trascendentales de la historia (Cristóbal Colón... Charles Lindberg... Neil Armstrong...).

Hoy, a 40 años de aquella epopeya, casi se me saltan las lágrimas todavía de desconsuelo, al recordar al niño que fui en 1969, que prefirió no ir a la playa para escuchar clandestinamente la narración emocionada de un locutor de la VOA del despegue del Saturno V, e imaginar —ya ni recuerdo cómo— la escena que él no me dejó ver. Y luego lo mismo cuando Neil Armstrong exclamó al poner su planta sobre la polvorienta superficie lunar, "un pequeño paso para un hombre, un gran salto para la humanidad".

No te sientas mal, Collins... que mientras le dabas solito la vuelta a la Luna en el módulo orbital Eagle, rumiando tu desencanto por no poder ver por la tele a tus colegas de aventura poner planta en el polvoriento suelo del astro, te acompañaban en tu infortunio millones de cubanos y el niño aquél...