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El DICTADOR que contempla
a los DELFINES

Todavía se pregunta mucha gente por qué Castro le dijo a Goldberg que el "modelo cubano" ya no funciona. El periodista de The Atlantic le hizo al dictador una entrevista hueca en la que, por si fuera poco, lo pinta como un gentil ancianito que se deleita con los delfines. Para colmo, en una especie de disculpa que escribió después, santifica al tirano cuando lo pone en categoría aparte a la de Hussein.

Por PEPE FORTE/Editor de i-Friedegg.com,
y conductor del programa radial AUTOMANIA, por WQBA 1140 AM,
en Miami, Florida, una emisora de Univisión Radio.

Posted on Sept. /2010

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El 8 de septiembre, Jeffrey Goldberg, el corresponsal nacional de The Atlantic, publicó en ese medio una entrevista que le hiciera en La Habana, Cuba, a Fidel Castro, en el que éste pronunciara una sentencia que hizo enarcar cejas al público común y que semanas más tarde todavía tiene ojerosos como un mapache a los analistas que aún hoy se devanan los sesos tratando de hallarle una explicación. Muchos de ellos, desconcertados, creen que será más fácil encontrar el eslabón perdido que Darwin, de poder hacerlo, todavía estaría buscando. La frase, como se publicara en inglés —que en ese idioma escribe Goldberg— es the Cuban model doesn't even work for us anymore. ¿En buen español? Pues: “El modelo cubano ya no funciona ni para nosotros mismos”.

De acuerdo con David Gura, de la página de NPR, Castro, que en la mañana del viernes 3 de septiembre sermoneó a los estudiantes ante la escalinata de la Universidad de La Habana de la inminencia del Apocalipsis atómico, había leído un artículo de Goldberg sobre las relaciones Irán-Israel, y decidió convocarlo para discutirlo personalmente. Goldberg fue contactado telefónicamente por Jorge Bolaños, jefe de la Sección de Intereses de Cuba en Estados Unidos, que le dijo que Fidel quería tenerlo allá este domingo (últimamente las exigencias de Castro han de ser cumplidas tan perentóreamente como sus inaplazables ganas de hacer pipí).

Sin necesidad de desvelos, nosotros sí creemos tener una explicación para lo que confesó el heraldo de los dictadores vivos… por cierto, según revelara el propio entrevistador, con un pescadito y una ensalada por testigos y, ¡ah!, un inocente platillo de aceite de oliva en que el viejito mojaba el pan, pues Goldberg tuvo el privilegio de realizar la quimera de todo paleontólogo: enterarse millones de años después del período jurásico que algunos dinosaurios no sólo comían helechos.

De paso, y antes de explicar nuestras razones, reflexionamos —¿nos cedes tu don, Fidel?— sobre el hecho como instante y sus ramificaciones.

La confesión de Castro, sin duda, es contrastante. De haber estado compartiendo el plato el interlocutor, éste se habría atragantado al escucharla —aunque el que se merece la hernia hiatal es el tirano—.

Pensando ingenuamente, pudo haber sido un despiste de senectud post-anestésica. Más allá de que luego Castro podría decir donde dije digo dije Diego —cual hizo hace casi 20 años sobre su incitación a Khrushchev a abolir nuclearmente a Estados Unidos en 1962, aunque ahora como el Hijo Pródigo lo lamentó ante Goldberg— creemos que no fue un juicio inocente. Mas, lo que antes de seguir no queremos dejar pasar por alto, es el hombre y la circunstancia —permiso, Ortega y Gasset—, en tanto que la tonta pregunta de Goldberg que generó la respuesta de Castro.

Goldberg confiesa en la introducción a la entrevista que trajo a su amiga Julia Sweig* para —textual— make sure, among other things, that I didn't say anything too stupid. Traducimos: “Para asegurarme que, entre otras cosas, no dije ninguna estupidez”. De nada le valió.

La propia pregunta de si valía la pena en la actualidad exportar el “modelo cubano” es justamente una de las estupideces —supina por demás—, que el periodista anhelaba sortear.

Goldberg, que nació en 1965, es uno de esos accidentes del periodismo norteamericano del que Mark Twain, de vivir en el presente, como hizo en su sarcástica narración del general que por incapaz paradójicamente acertó una victoria, se habría burlado de él. De simple reportero policial del Washington Post —acaso todo lo que hacía era revelar las detenciones ciudadanas de tráfico por falta de la licencia dactilar—, devino analista del medio oriente (cruzamos los dedos para que esa evolución profesional no se repita; sería desastroso en cierto lugar...).

No es primera vez que Goldberg protagoniza un desaguizado periodístico —The Great Terror—, pero para colmo, al final de su entrevista al demonio del Caribe, reprocha el sostenimiento del embargo norteamericano a Cuba, al que —textual, de nuevo— le llama “una política hipócrita, fallida y estúpida —y dale otra vez con la estupidez— de nuestro gobierno”. Tan sólo esta frase bastaría para que lo echaran de su puesto y que la Universidad de Pennsylvania le anulara su título. Goldberg, como tantos ignorantes, incurre en la falsa concepción de que el embargo es un medida punitiva que procura cambios en Cuba y, por si fuera poco, desconoce que trasciende al gobierno como tal. A estas alturas, ya comienzo a sentir pena ajena por él…

Goldberg debería saber que incluso desde antes de la simbólica caída del muro de Berlín, tanto la frase como el concepto de exportar revoluciones ya eran caducos —fue el Ché Guevara quien popularizó el pensamiento a principios de los 60’s—.

Goldberg debería saber que en el presente, los supervivientes de lo que ahora ya podríamos llamar el comunismo clásico —China, Viet-Nam, Cuba…— como la serpiente que se muerde la cola, en la transición de sí mismos a sí mismos, se afanan en reciclarse pero que, al carecer de la fuerza que otrora tuvieron, ya no contemplan entre sus prioridades expandirse. Goldberg debería saber también —y ya vemos que no lo sabe—, que estos pertinaces fantasmas del pasado lo que quieren es mimetizarse —aún a regañadientes— que sólo de eso depende su supervivencia. En todo caso, esa pregunta habría de hacérsela a Chávez, el padre del comunismo new wave —así le llamo—, que le pone papel carbón a su proyecto en personajes históricamente desfasados —como él mismo— en las figuras de la izquierda latinoamericana, especialmente Correa en Ecuador, y Morales en Bolivia. La cuenta bancaria de Goldberg originaria en su condición de analista político, como la frase de Michael Corleone, “insulta mi inteligencia”.

Al parecer “acosado” por las críticas al modo en que condujo su entrevista a Castro, el 16 de septiembre Goldberg escribió un artículo santificando su conducta —en realidad tiene razón en algunas de sus excusas—, que dividió en tres puntos: los delfines, el dictador y el bloqueo… lo que, mire usted, se me antoja un buen título para una película de Woody Allen. Castro, cuasi por inspiración invitó a Goldberg a su pecera privada de los lunes, el día en que el Acuario Nacional, que en la actualidad ofrece un espectáculo con delfines, cierra al público.

Dice Goldberg que, como reportero, con tal de hacer su trabajo, habría aceptado jugar al golfito con Saddam Hussein. OK. Pero tampoco hay que exagerar. El pecado está en perfilar candorosamente a un Castro que contempla arrobado las toninas, parodiando la frase The Men Who Stare at Goats. Me encantaría que en la próxima visita de Goldberg a SeaWorld en Orlando, en la Florida, le den con la puerta en la narices porque asegura además que de todos los shows con peces amaestrados que ha visto con sus hijos, el del acuario cubano es el mejor. Por otro lado, hablando de los delfines, valga decir que Goldberg desconoce que Guillermo García Frías, presente en la visita por su puesto de director del acuario, durante años masacró la flora y la fauna cubanas cuando el propio Castro le asignó esa faena. En los años 80, García Frías se ufanaba de haber comido todos los animales del planeta, por exóticos y distantes de Cuba que fuese su habitat, y alardeaba que en las neveras de su yate Bocas del Toro —un verdadero lujo reservado sólo a la cúpula gobernante—, podía encontrarse hasta carne de canguro. García Frías cometió verdaderas atrocidades ecológicas contra la naturaleza cubana como el pedraplén de Cayo Coco y la introducción de especies ajenas a la vida silvestre cubana.

Según la visión de Goldberg, Castro ha de ser un plácido octogenario, sabio, profundo, apacible, incapaz de volver a sus años díscolos que, caramba, ¿por qué mejor no se los perdonamos? (un viejito que se orina cuando tose siempre mueve a compasión, no importa si fue el degenerado más grande). Pero Goldberg no para ahí, sino que se atreve a decir que Castro no es Ivan el Terrible, Pol Pot, o Saddam Hussein. Wow. De acuerdo, Jeffrey: Sólo mató e hizo infeliz a un poquito menos de gente que los otros. Y Goldberg luego cita —apoyándose como dice en literatura de derechos humanos— que Cuba, comparada con otros países violadores de las libertades fundamentales del hombre como Burma, China o Corea del Norte, ¡parece Noruega!

Para cerrar con broche de oro, el ¿periodista o cabildero? asevera que Cuba está cambiando. Su amiga Julia —¡oh, Julita la apuntadora!— le susurró al oído que si en 50 años el embargo no ha logrado nada, hay que hacer otra cosa. Pero de exigirle a una tiranía que es en primer lugar la que no ha cambiado ni ápice por medio siglo, nada de nada my dear…

Y no olvidemos que Goldberg le llama refinadamente “autócrata” a Castro.

Jeffrey Goldberg, mediocre como periodista, miope para el análisis y para rematar, parcial —que en periodismo es como en medicina violar el juramento hipocrático—, no ha hecho otra que convertirse en lo que otras personalidades norteamericanas, como Ted Turner, Oliver Stone, Kevin Costner y hasta el mismo Steven Spielberg, se convirtieron antes que él: relacionistas públicos de Castro.

Pero abordemos ya la razón del artículo: ¿Por qué Castro le dijo a Goldberg que el modelo cubano ya no funciona?

Castro, animal emotivo, hombre de impulsos, ha cometido muchos errores, la mayoría de ellos a la larga invisibles porque magistralmente luego en la reacción —que es donde es muy hábil—, los opaca. Pero de deslices verbales, aunque tampoco está exento de ellos, en realidad no ha incurrido mucho en éstos, sino que por el contrario, calcula muy bien sus palabras.

Con su obsesión patológica por saber cuánto ocurre detrás de la cortina, fundó un bien aceitado aparato de espionaje de modo que pocos dudan que haya diseminado orejas a su favor en cajones y gavetas por ahí tanto, que no resulta difícil dudar que la ha tenido hasta en la mismísima Oficina Oval. Gracias a eso hace promesas y pronóticos muy anticipadamente que luego cumple o se cumplen para quedar ante el mundo como el genio que se las sabe todas, cuando en verdad no ha hecho otra cosa que emplear las informaciones que sus agentes de inteligencia le suministraron. ¿Será por eso el aventurado juramento de la liberación de los cinco criminales cubanos presos por terroristas en Estados Unidos?

Su confesión a Goldberg de la inoperancia del modelo cubano probablemente no es un incidente fortuito. Es una manifestación de su autoritarismo recobrado. Si en Cuba habrían de ocurrir cambios —leves o simplemente apócrifos— tienen que venir de él, no de Raúl. Nadie sino él podría endorsar o descalificar lo que él mismo estableció en Cuba.

No se ilusione nadie: Castro no va a dar marcha atrás en la esencia de su creación, aunque si le conviniese, diría que lo hace. Pero en cuanto a episodios particulares con una función específica, es todo un hecho el que no sería la primera vez que revierte ciertas directrices, incluso genuinamente personales como, por ejemplo, la despenalización del tráfico del dólar o la legalización del éxodo marítitmo por sólo mencionar dos casos. En 1967, tras disolver a las malas la micro facción de Aníbal Escalante que preconizaba una sovietización de la sociedad cubana, se lanzó en brazos de Brezhnev poniendo punto final a un período de distanciamiento con la URSS por su pataleta con Nikita Khrushchev por la “traición” de la crisis de los misiles. Y apenas un año más tarde, como en una especie de machista “¡pa’ que veas!”, con la introducción de la Ofensiva Revolucionaria, una amarga campaña estatizadota, Castro arrasó con todo vestigio de producción y servicios privados, al más rampante estilo soviético. Por si fuera poco bendijo la criminal invasión rusa a Checolosvaquia.

Como el Gran Hermano en “1984” de George Orwell, si de pronto le hubiese resultado conveniente en el pasado virar el palo pa’rumba en plena Plaza de la Revolución y vociferar que ahora el enemigo no es Eurasia sino Oceanía, o viceversa, lo habría hecho. ¿Acaso ahora por una sospechosa e inexplicable aproximación al pool judío no le haló las orejas a Ahmadinejad?

Aquí la pregunta ahora es, a pesar de que insistió en su retiro con Goldberg, qué espacio de maniobra le deja a Raúl. Ambos están jugando una alternancia de Ying Yang. O es uno, o es el otro. Y también existe la interrogante de si en verdad acometería una nueva receta. No lo creemos. Es sólo cosa de afeites, de epatar, de protagonismo y de —a lo mejor—, desinfectar su imagen, con mea culpas como ese otro de deplorar la persecución homosexual en Cuba hace años. ¿Será que la luz al final del túnel le prometió el Cielo cuando se escapó de las garras de la parca si se enmendaba al retornar a la vida? Eso no lo sabemos. Mientras, maneja a su antojo a arlequines de papel como este Jeffrey Goldberg, que todavía se babean ante la reliquia ideológica que es Fidel Castro.


*Julia Sweig, “experta” en Latinoamérica del Consejo de Relaciones Exteriores, es una empalagosa cabildera procastrista, con una larga data de hacerle manitas a la dictadura cincuentenaria de La Habana.
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