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EN OTRO ANIVERSARIO DEL 9/11
PROHIBIDO OLVIDAR
La fecha más estremecedora
en la historia de la gran nación norteamericana
 

Los adultos de 1963 decían que nunca olvidaron qué estaban haciendo cuando escucharon la noticia del asesinato de Kennedy. Los adultos de 2001 nunca olvidarán cuando vieron el atentado al World Trade Center de New York.

Cómo recuerdo ese día, cómo hemos cambiado, y un consejo —simple, por cierto— para que nadie pueda ponerle un papel carbón al 11 de septiembre del 2001...

Por PEPE FORTE/Editor de i-Friedegg.com,
y conductor del programa radial semanal AUTOMANIA
que se transmite cada domingo de 12:00pm a 1:00pm ET
por WQBA 1140 AM,
y de EL ATICO DE PEPE, de lunes a viernes
de 5:00pm a 6:00pm ET, por WAQI 710 AM
desde Miami, Florida, ambas emisoras de Univisión Radio.

Artículo escrito en el 2009 con motivo del 8vo. aniversario del 9/11.
Cada septiembre, alrededor de la fatídica fecha, es colgado nuevamente
en el
homepage o portada de este website.

Los adultos de 1963 decían que siempre recordaban lo que estaban haciendo cuando escucharon la noticia del asesinato de John F. Kennedy. Los adultos de 2001 nunca olvidaremos lo que estábamos haciendo cuando ocurrió el ataque al World Trade Center de New York.

En mi caso personal, acababa de llegar a la oficina, ubicada en un moderno y lujoso edificio de estreno en Ponce de León y Navarre, en la exclusiva ciudad de Coral Gables en el área de Miami, en la Florida, adonde prácticamente se acababan de mudar las revistas ¡ENTÉRESE! y MERCADO DEL DISCO —de las que era respectivamente Jefe de Redacción y Director— y un conjunto de otras publicaciones y un website bajo la sombrilla de Big City Radio/Hispanic Internet Holdings. Todavía nos estábamos acostumbrando al nuevo sitio, un enorme interior casi a piso completo, bien iluminado por los grandes ventanales, fronteras de dos terrazas a cada lado del edificio, una con vista hacia el Norte, la otra hacia el Sur.

Era una límpida mañana que apreciaba a través de esos ventanales, un martes que parecía iba a ser tan rutinario como el que más. Yo casi acababa de cumplir 44 años…

Apenas minutos después del primer ataque —que ignoraba— fue mi madre, recién retirada y al cuidado en casa de mi padre enfermo, la que me llamó para hacerme el anuncio: Ella, siempre al tanto de las noticias; yo, sediento siempre de éstas y, además, fanático de los aviones y de volar. Me tenía que llamar pues. Curiosamente, no lo hizo a mi celular, sino al directo de mi mesa.

“Un avión chocó con las Torres Gemelas”, me dijo. Al tiempo que la escuchaba, mis neuronas hallaron en la memoria académica el B-25 que se estrelló contra el Empire State en 1945 en una mañana neblinosa, y paralelamente sentí una extrañeza de comparativa contemporaneidad: “por ahí no se puede volar hoy en Nueva York”.

En el curso del diálogo, que debió comenzar apenas unos minutos después del primer impacto a las 8:46 am, mi madre, cuya fuente era un canal de televisión en español —probablemente Univisión—, mencionó la palabra “bimotor”. El vocablo entonces dibuja en mi mente un incidente no carente de seriedad —la probable muerte de algunas personas, acaso una—, pero menor, porque “bimotor” hace pensar en un pequeño avión privado, un twin-engine, no en un airliner. Y entonces, dentro de lo absurdo, me explico mentalmente a mí mismo un panorama de “normalidad”: Caramba, debe tratarse de un piloto inexperto que extravió la ruta, o es incapaz o está incapacitado —que son cosas distintas— para interpretar las instrucciones del control de tráfico aéreo local. En el peor de los casos —pensé desgranando posibilidades—, el controlador cometió un error o, en un más alucinante escenario, un loco de los que sienten predilección por New York —¿o viceversa?— logró hacerse del micrófono en una sala del ATC y ordenó al entonces obediente piloto del aparato que siguiera la derrota que terminaría contra las paredes de la Torre Norte del WTC. El simple uso de la palabra “birreactor” me habría pintado un episodio totalmente distinto, una dimensión más preocupante que, como en un juego de superposición de siluetas, encajaría perfectamente en el Boeing-767 del vuelo No. 11 de American Airlines, apócrifamente comandado por Mohamed Atta.

Gracias a la llamada de mi madre soy el primero que le comento a mis colegas en la revista —algunos de ellos apenas estaban haciendo su entrada—, lo que acababa de ocurrir. Todos acogieron la información como aparatosa, pero no extraordinaria. El sistema de televisores todavía no había sido instalado en el recinto, de modo que todo lo que hicimos fue buscar la noticia en los servicios informativos de Internet —incipientes por entonces y aún carentes de video— y, para nuestro orgullo de entes en el umbral del tercer milenio, nos admiramos de que ya estaba online una impresionante fotografía de la humeante torre víctima del “accidente”. A continuación, aunque sorprendidos, comenzamos a aprestarnos para la rutina del día de oficio que ya comenzaba… como siempre, haciendo un café (todavía es un “bimotor”, no lo olvidemos…).

Pero antes que la cafetera del pantry diera su feliz resoplido que, como en los perros de Pavlov alborotara nuestras papilas gustativas, se produce otra llamada de mi madre anunciándome el segundo impacto. En vez de intentar saber qué pensaban los demás, me fui corriendo al otro extremo del edificio a ver a mi jefe y ya le dije que no podía ser otra cosa que un atentado. Y el nombre de Bin Laden, lamentablemente no desconocido para mí, fue uno de los que se perfiló en mi prontuario de desconfianza.

Entonces vino la catarata de tragedia desencadenada en noticias que se agolpaban y reemplazaban mutuamente y de las que ahora ignoro su cronología: otro avión, el del Pentágono… otro avión, que se cayó en Pennsylvania y, ¡Oh, Dios!, el horrible colapso de una torre y luego de la otra. Mi esposa me llama llorando, casi histérica… yo intento sacar a mi hijo —colegial de middle school—, de la escuela, pero su madre, con quien vive, me ha dicho que hoy no ha ido por indispuesto por un conveniente atracón de no sé qué la noche antes.

Mi jefe, Willie Blanco, presidente ejecutivo de la entidad, decide como todo el mundo cerrar y mandar a la gente a su casa, tras recuperarse a duras penas de un escalofrío afortunadamente baldío: cuando la segunda torre se desploma dejando como un fatídico calamar de cemento una nube de polvo y no de tinta en el aire, creyó que el derrumbe arrastró tras de sí el edificio contiguo donde vivía una de sus hijas y su marido. De puro milagro no fue así.

Salgo pues, como medida de precaución, con mi colega Lena Hansen a poner gasolina, como cuando en Miami se anuncia la proximidad de un huracán. La gasolinera, en la esquina de Le Jeune Road Avenida 42 y la célebre Calle 8 de Miami, la más próxima a la oficina está muy ocupada, es un entra y sale de automovilistas que hacen lo que yo. Me siento turbado, embotado, como si me tocara una parte —y así ha sido en realidad—, una porción de una gran tragedia colectiva. Se percibe en el aire como un duelo ajeno pero a la vez propio, y el pensar continuo en lo que ha pasado, como cuando uno se queda maquinando por horas en la emocionante película que acaba de ver.

Y el triste privilegio de saber que se es testigo de un suceso ya extraordinario, terriblemente extraordinario, en la historia de la gran nación americana.

Y la impotencia...

Porque, ¿cómo se puede castigar a un enemigo irregular, obícuo y —¡peor aún!—, cómo nos podremos proteger de él si no lo vemos, si no sabemos dónde está? El único lado bueno de esta atrocidad es que sirvió como diagnóstico de convicciones para que los que ya amábamos a este país lo amáramos más, y para los que ignoraban que lo amaban, se dieran cuenta… y cuánto.

En un instante de una bella mañana otoñal en casi todo el territorio nacional, perdimos la virginidad terrorista y nos estrenamos a las malas en el sobresalto del atentado despiadado no contra las instituciones, el gobierno o las fuerzas armadas, sino contra gente común e inocente. En un segundo nos agregamos a la hasta ese momento remota para nosotros nómina de naciones como España, Israel, Inglaterra, Colombia y otras que sufren o han sufrido sistemáticamente el zarpazo brutal de un acto terrorista que, como el terremoto, sin aviso le cambia la vida a cualquiera de sopetón.

No podemos olvidar —y acaso parece que hemos empezado a hacerlo— el 11 de septiembre del 2001, resumido en un anagrama seco que parece una lúgubre ecuación: 9/11. Qué día desconsolador para miles de familiares a los que nunca un timbre de teléfono que jamás terminó en contesta del otro lado de la línea, se le tornó tan angustiante… (Dios mío, que conteste... que conteste... debe haber sido el ruego silente más solicitado a Las Alturas aquella mañana).

Nuestra vida no fue ya la misma. Tendrán que pasar quién sabe si siglos para recobrar la tranquilidad del quimérico mundo civilizado. Tendrán que deshacerse de la mentalidad de violencia como cultura almas oscuras que persisten en tradiciones tenebrosas que no merecen la herencia ni encarnar en legado, invocando una fe que quieren imponer desbordando sus propias fronteras. Desde aquel día, o desconfiamos o nos acostumbramos. Estamos en plena carrera de renuncia a la sacrosanta privacidad del ciudadano norteamericano para permitir con una mueca de disgusto las invasiones a nuestra vida privada y cuyo propósito es protegernos de este enemigo terrible. Cualquiera desconfía de nosotros y de nosotros desconfía cualquiera. Y sobre todo, ya no volaremos nunca más como lo hacíamos. Nunca temí volar; más bien todo lo contrario. Pero ahora...

En los últimos años, y ya desde aquella época, mi agenda de vuelo era saturada. Desde el 9/11 nunca más me sentí tranquilo en un avión y, vergonzosamente me invade un recelo de perfil racial: Cada vez que un vuelo veo pararse a un pasajero de fisonomía árabe, no recobro la tranquilidad hasta que sale del baño y se sienta de nuevo, aunque la mentalidad de lo politically correct no lo permita.

Para abordar un avión hay que quitarse los zapatos —cosa que creo también es un acto íntimo— y poco faltará para que terminemos desnudándonos ante el control de seguridad del aeropuerto*, mientras que la norma de inocencia ciudadana de Estados Unidos se ha invertido a la hora de volar: TODO PASAJERO ES SOSPECHOSO HASTA TANTO SE DEMUESTRE LO CONTRARIO.

Cada 9/11, especialmente para aquellos que no pasamos por la tragedia de haber perdido a un ser querido allí, incinerado a bordo de los aviones transmutados en bombas volantes, o literalmente pulverizado por el molino de concreto en que se convirtió cada torre al caer, no debemos olvidar ese día. Estados Unidos, como siempre, se levantará desde las mismas ruinas de la otrora formidable edificación, como lo ha hecho otras tantas veces en su historia. Mas para sostener la perenne erección hay un componente simple pero crucial: No olvidar. No olvidar no es simple pedido. No olvidar es una responsabilidad, una clave moral. Con no olvidar, basta. Si olvidamos, los otros nos lo harán recordar con un nuevo manotazo…

 
*Este artículo fue escrito en el año 2009, en el octavo aniversario del 9/11. Por eso menciono como una probabilidad pespectiva el que los pasajeros aéreos habrían de desnudarse en la línea de seguridad de TSA en cada aeropuerto. Ya ocurre, con los scanners recientemente instalados...
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